Mármol blanco

— ¿Cuál es la historia de amor más rara que has tenido?
— Una vez me tiré a un griego.
— ¡Ja, ja, ja!, mujer, eso tampoco es tan raro.
— Bueno, era un griego del siglo II antes de Cristo.

La amiga se gira para mirarla, levanta las cejas e inclina un poco la cabeza hacia la derecha.

— Me enamoré de él en un museo. Vi su escultura y me puse tontísima.
— ¡Anda ya!
— Te lo juro. Tan desnudo, tan apetecible. Lo único que me atreví a hacer fue acariciarle un pie, pero ¡me moría de ganas de meter la mano por debajo de la túnica!, ¡Ja, ja, ja!

La amiga se ríe también.

— Bueno, ¿y cómo lo hiciste?
— Primero me enteré de su nombre, se llamaba Pinómedes de Nauplia. Busqué su obra y eran todo poemas de amor y de deseo. Te juro que un día me masturbé leyendo cómo hablaba de su piel encendida al ver a su amada, de la sangre caliente que sentía por dentro cuando ella suspiraba. Lo leí todo, lo averigüé todo. Me enamoré de sus rizos ensortijados, de sus brazos musculosos. Me lo imaginé vivo en su pueblo, hace más de dos mil años y perdía la respiración cuando pensaba en él.
— No me lo puedo creer.
— Créeme. Sentía como si fuera mi novio y se hubiera ido de viaje. Me levantaba por la mañana pensando en él y me imaginaba el calor de su mano sobre la mía cuando iba andando por la calle. Un día se me ocurrió algo pero me daba muchísima vergüenza hacerlo, y a base de darle vueltas y más vueltas, me acabé decidiendo. Tenía un compañero en la facultad que estaba bastante bueno y al que yo le gustaba mucho, sin embargo a mí no me interesaba nada, qué sé yo por qué, quizá porque era demasiado noodle.
— ¡Ja, ja, ja! ¡Demasiado noodle!, ¡pero qué dices!
— Sí, mujer, como los fideos transparentes, un poco viscosos, pegajosos, fláccidos. Esa sensación me daba él. Aun así, un día me acerqué y le dije, oye Roberto, a ti te gustaría acostarte conmigo, ¿verdad? Se quedó de piedra, ¡nunca mejor dicho!, ¡ja, ja, ja!, pero me dijo que sí. Le dije que me acostaría con él con dos condiciones, una, que tendríamos que hacerlo completamente a oscuras y otra que no podía hablarme. Lo único que le permitía era decir mi nombre si a él le apetecía.
— Qué loca.
— Pues lo hicimos. Vino a mi casa, lo cerré todo, apagué todas las luces y nos encerramos en la habitación completamente a oscuras durante horas. Nunca jamás ni antes ni después he tenido orgasmos tan intensos, tan mágicos y tan enamorados como los que tuve con Pinómedes.

En la aldea de Nauplia, hace dos mil doscientos años, en la oscuridad completa de la habitación, el poeta Pinómedes despertó con una enorme e inexplicable erección. A su lado oía la respiración calmada de la amante dormida. Se giró despacio y se acercó a ella, que dormía dándole la espalda, agarró el miembro con suavidad y la penetró lentamente. Eyaculó de inmediato mientras susurraba el nombre de una mujer extranjera.

El incidente de la clínica maxilofacial

– ¿Qué tenemos aquí, sargento?

– Un varón con fisionomía de varón y adn de hombre humano le ha prendido fuego a la clínica con un lanzallamas.

– ¿Ha escapado?

– No, señor, es ese muñeco renegrido que ve allí al fondo.

– Puaj, qué desagradable, sargento.

– Lo siento, señor… Los sistemas de protección de la puerta le franquearon la entrada porque ya era cliente de la clínica.

– Un cliente insatisfecho, entiendo.

– Hemos consultado su ficha en la nube y al parecer le modificaron el ancho de la frente y el gesto de la boca para que el algoritmo de reconocimiento facial de su banco le concediera una hipoteca.

– ¿Se la concedió?

– No, señor. No solo se la denegó sino que le bloquearon todas las cuentas por intento de estafa. El algoritmo fue engañado, pero no en el sentido que el sujeto pretendía. Según la consulta que hemos realizado con el ordenador del banco, su estructura facial correspondía a la de un psicópata con propensión a los atracos.

La danza del cartero

No quiero tener que estar corrigiendo cálculos con el ordenador a las tres de la madrugada. Quiero acostarme y dormir. O acostarme, leer y luego dormir.

Sin darme cuenta, viene para sosegarme una danza, comienza en la calle Asunción de Paraguay, que solo tiene números pares y continúa con los números impares de la Alameda de Buenos Aires. La danza no tiene música o, si la tiene, es una música, quizá clásica, difusa en sus notas y en su compás, no un cuatro por cuatro, ni un tres por cuatro tan reconocibles, un compás más largo, como sin metrónomo, ¿un uno por uno? Es la música que acompaña a los movimientos del cartero, su coche se acerca al número treinta y siete, como a cámara lenta, y, mientras va frenando, va abriendo también la puerta, para bajarse en cuanto el coche se detenga. Bajarse, sin cerrar la puerta y caminar por detrás del coche, uno, dos, tres, cuatro, hasta ocho pasos para llegar al buzón, echar la carta y en el mismo movimiento volver sobre sus pasos para montarse en el coche y meter primera a la vez que va cerrando la puerta. El coche comienza a moverse antes de que se oiga el golpe gomoso, metálico y contundente de la puerta al encajar en su hueco. Una fracción de segundo después, la velocidad del coche hace que se cierren automáticamente los seguros. Suena la música etérea y constante, como si lo hiciera en la nave central de una catedral sumergida en el océano.

El cartero sube y baja del coche y recorre las calles en un zigzag calculado de antemano, medido como los compases de cualquier sinfonía. Calle tras calle, sobre tras sobre, llega de vuelta a la cartería y, cuando mira el cajón de las cartas pendientes de entregar, ve que está vacío, la danza se ha terminado y él se marcha para sumergirse en el ruidoso y desordenado mundo de los no-carteros.

Reseña sobre “La verdad sobre el caso Harry Quebert”

Dios mío, menuda enganchada de libro. Me acostaba leyendo y lo primero que hacía al despertarme era seguir por donde lo había dejado. Menos mal que solo tardé dos días en leerme las 672 páginas.

Sucede en New Hampshire, donde Estados Unidos es ya casi Canadá. Para mí tiene un aire a Twin Peaks, por ese ambiente de bosques solitarios que tiene el norte de los Estados Unidos y porque es la investigación sobre el misterioso asesinato de una joven, Nola Kellergan.

Y hay más, el protagonista es un joven escritor con una crisis creativa, Marcus Goldman, que se lanza a investigar el asesinato de Nola con la intención de exculpar a Harry Quebert, el que fuera su mentor durante la universidad. Y esta trama me hace fantasear con la idea de que Joël Dicker, el autor, escribió la novela impelido por la energía creativa de su editor Bernard de Fallois, que con 85 años entonces, creyó firmemente en que escribiría un libro magnífico. El señor De Fallois fue la musa de Dicker, como Harry Quebert lo fue para Marcus Goldman.

Por último, hay un hilo conductor que hilvana toda la obra y que es especialmente atractivo para todos los que estén pensando en convertirse en escritores, los consejos del sabio Harry Quebert, como por ejemplo este: “Me gustaría enseñarle a escribir, Marcus, no para que sepa escribir, sino para convertirle en escritor. Porque escribir libros no es nada: todo el mundo sabe escribir, pero no todo el mundo es escritor. -¿Y cómo sabe uno que es escritor, Harry?- Nadie sabe que es escritor. Son los demás los que se lo dicen”.

Paco Pérez Caballero. El reseñáculo.

Reseña sobre “El infinito en un junco”

Tan absorbente e interesante como una buena novela, pero no lo es, es un ensayo narrativo. Su contenido es fascinante desde el mismísimo título. Los juncos fueron el material que permitió pasar de escribir en tablillas de barro o pieles de animales a escribir en papiros, en papel. Todas las ideas que los seres humanos han sido capaces de pensar y transmitir pasaron alguna vez por encima de un junco convertido en papel. Todas esas ideas y las que vendrán de aquí hasta el infinito.

Irene Vallejo es una erudita, una filóloga a quien su padre le leía la Odisea cuando era una niña, antes de irse a dormir, la historia de Ulises que se echaba al Mar Mediterráneo para ir en busca de Penélope.

El infinito en un junco tiene dos virtudes fundamentales, primero el rigor histórico, documentado con detalle en la bibliografía que acompaña al libro y segundo el encanto narrativo de su autora. Irene Vallejo es la antítesis de un profesor de historia aburrido que solo habla de fechas y de reyes muertos. Irene transmite durante toda la obra su sorpresa inagotable ante los hechos del pasado que nos han convertido en los seres humanos que somos en el presente. Y cuenta anécdotas maravillosas como por ejemplo cuando Cleopatra se envuelve en una alfombra para escapar de su palacio, o cómo se creó la biblioteca de Alejandría. Al leer El infinito en un junco dan ganas de saltar atrás en el tiempo para visitar los lugares de los que habla. ¡Y los museos eran los lugares donde habitaban las musas!

Gracias, Irene, por ser una portadora de luz y de belleza.

Paco Pérez Caballero. El reseñáculo.

Hechos

Llamo a mi tía por teléfono para que pueda felicitar a mi padre, que yace en una cama del hospital muriendo poco a poco de inanición. Le pongo el teléfono en la oreja, a mi padre, y oigo la voz de ella, que me llega casi imperceptible desde el auricular, dándole ánimos y diciéndole que coma, que es imprescindible que coma para que pueda salir del hospital. Mi padre asiente y ella no le ve porque es una llamada normal, sin vídeo. Le responde con monosílabos, con un hilo de voz, e imagino a mi tía con las lágrimas saltadas porque su hermano tiene voz de moribundo. Yo he conocido a mi padre con voz de vivo, claro, tengo más de cincuenta años, pero es que mi tía, que es su hermana mayor, le ha conocido ¡con voz de niño! Ese niño, setenta y pico años después, se muere en una cama de hospital porque ya no es capaz de seguir comiendo, porque ya no es capaz de seguir vivo.

Después de colgar me quedo sentado en uno de los bancos del pasillo desierto y una enfermera con una diadema con cuernos de reno pasa por delante y, con una sonrisa preciosa, me desea feliz Navidad.

El peor verano de mi vida

Matías está en un pequeño pueblo de la provincia de León. Ha colgado una hamaca entre dos postes del establo, o de lo que alguna vez lo fue. Tiene el coche ahí aparcado a la sombra y su hamaca se mece de vez en cuando con una brisa que aparece a ratos y le refresca el torso desnudo. Está leyendo un libro y, mientras tanto, va comiendo pipas y echando las cáscaras sobre un bol que tiene apoyado en la barriga.

Al otro lado del patio está su hija, sentada con las piernas cruzadas en un sillón columpio tapizado con dibujos de hojas verdes. También está leyendo un libro que tiene apoyado en las piernas. Su nombre es Mila.

Matías la observa y se acuerda de aquel verano, tan distinto a éste, cuando su mujer y él se quedaron sin trabajo en aquel pueblo de Andalucía y no les quedó más remedio que pasar el verano allí. Fue diez años atrás, la niña tenía ocho años entonces.

Tenían tan poco dinero que sólo les alcanzaba para la comida. No podían encender el aire acondicionado para no gastar luz. Matías gobernaba la casa como si fuera un barco navegando en medio del infierno. El sol salía por la parte de atrás y Matías esperaba con las persianas subidas hasta que el sol comenzaba a entrar por las ventanas. Entonces arriaba las persianas sin cerrarlas del todo, con todas las rendijas iluminadas, y mantenía las ventanas abiertas, de manera que no entrara mucha luz pero que corriese el aire que cruzaba la casa hasta el balcón de la parte delantera, que mantenía abierto hasta que la mañana iba avanzando y la temperatura del aire le indicaba que debía arriar la persiana del balcón unos palmos.

Al llegar las peores horas, entre las tres y las seis de la tarde, cerraba las hojas de las ventanas para mantener dentro de la casa el aire que había podido ir domesticando durante la mañana.

Matías es ingeniero y consiguió que un amigo le pasara algo de trabajo para hacer planos en casa. Fue un favor, no había nada más, la situación era mala de veras.

Colocaba su portátil en la mesita de noche y dos almohadones en un banquito que tenían en la habitación para sentarse a calzarse los zapatos y, colocado de cara al balcón, improvisaba así su misérrimo despacho de ingeniería para hacer los planos que le habían encargado.

Ese verano la temperatura subió hasta los cincuenta y cuatro grados al sol. A la sombra sólo alcanzó los cuarenta y siete.

Cuando dormían la siesta, él veía a su hija pequeña en el sofá con la frente perlada de sudor y rogaba interiormente para que no lo estuviera pasando tan mal como lo estaban pasando su mujer y él.

—Papá —dijo de pronto su hija levantando la vista del libro.

—Dime hija —respondió Matías saliendo de sus pensamientos.

—¿Sabes de qué me estoy acordando? —preguntó sonriente desde el otro lado del patio. En el silencio de la tarde de verano sólo se oían las chicharras fuera de la casa.

—¿De qué, hija? —preguntó Matías.

—De aquel verano que pasamos en Andalucía, ¿te acuerdas? —preguntó Mila sonriente con la vista clavada en su padre.

Matías se quedó de piedra.

—Sí, claro que me acuerdo, —respondió con voz neutra Matías— hizo muchísimo calor.

—Fue el mejor verano de mi vida, papá —dijo ella riendo.

—¿De verdad? —Matías no salía de su asombro— ¿Por qué?

—Pues porque fue muy divertido —respondió Mila—. Además tú estabas en casa todos los días y podía subir a verte mientras trabajabas en tu despacho de la habitación. Me acuerdo que mamá y tú montasteis una piscina hinchable en el patio y nos bañábamos los tres y jugábamos a ver quién aguantaba más la respiración y a buscar juguetes escondidos, je, je, je.

¡Lo había olvidado!, —pensó Matías— es verdad que montamos aquella piscina de colores que unos amigos nos dieron porque ya no la utilizaban.

—Y por las tardes salía a jugar a la calle que teníamos en frente de la casa, ¿te acuerdas? —preguntó Mila, riendo—. Había muchos niños de mi edad y las tardes eran larguísimas, no anochecía hasta las diez y media, ¿te acuerdas? —Y seguía sonriendo.

—Claro que me acuerdo hija, perfectamente —respondió Matías, sin revelarle que por motivos completamente diferentes.

—Yo creo que me hubiera quedado a vivir allí, ¿y te acuerdas de cuando salíamos de paseo a explorar el pueblo?…

Mila recordaba todo esto mirando un poco arriba a la izquierda, sin dejar de sonreír, mientras su padre, que la observaba en silencio, se tragaba el nudo en la garganta.

Vylena Vasnik intentando escribir

Vylena Vasnik está sentada delante de su portátil intentando escribir algo. Trabaja de auxiliar de vuelo para la compañía Czech Airlines, pero ella, en realidad, es escritora. Nunca ha publicado nada, pero ella es escritora. Se le ocurrió escribirle un email a Daniela Hodrová, en el asunto puso “escritora en apuros” y lo envió como quien lanza un mensaje en una botella, sin esperar nada más que ver cómo se aleja flotando hacia el horizonte. Pero, sorprendentemente, Daniela Hodrová, la famosa escritora checa, le respondió al cabo de unas horas:

Mi querida Vylena, la respuesta es simple, aunque quizá no sea agradable de oír. Siempre digo que, si revisas la historia de la literatura,  la mayor parte de las novelas se han escrito a las seis de la mañana y en la mesa de la cocina; a las seis, porque a las ocho el escritor o escritora tenía que irse a trabajar; y en la mesa de la cocina porque era la única superficie de la que disponía en su modesta casa. Lo que te quiero decir es que lo que hace a un escritor es su necesidad de escribir. Y eso no te hace un buen escritor, que conste, simplemente te hace escritor. Es decir, escribes porque no tienes más remedio que hacerlo para soportar la vida; y, por consiguiente, siempre consigues escribir, aunque trabajes un montón de horas al día en otra cosa. Si hasta ahora no has escrito, querida mía, o has escrito muy poco, sólo puede deberse a dos causas; o bien verdaderamente NO necesitas escribir para vivir, o bien estás tan llena de inseguridades y de autoexigencias de calidad que te ocultas y justificas en razones externas. Toda tu carta es una larga justificación para no escribir, pero es mentira: podrías haber escrito muchísimo pese a todo. Así que, si de verdad quieres escribir, simplemente hazlo. Hazlo como todos lo hacemos y lo hemos hecho; hazlo durmiendo menos, y saliendo menos con los amigos, y no yendo al cine, y dedicando todas las vacaciones y cada día libre a escribir. Y sé modesta, porque a escribir se aprende escribiendo, o sea que seguro que lo primero será una mierda; pero sé también ambiciosa, y convéncete de que, con trabajo, llegarás a escribir la mejor novela de la historia. Y si no estás dispuesta a ese trabajo enorme y tenaz, pues mejor te olvidas de lo de escribir para siempre y resuelves esa inquietud perenne. Un beso, guapa, y suerte.

Vylena Vasnik se sintió morir. ¡Ella quería dedicarse a escribir y solo a escribir!, pero una de las mejores escritoras de su país le estaba diciendo que probablemente no era una escritora de verdad.

La página en blanco seguía en la pantalla de su ordenador, pulsó dos teclas y cambió al navegador donde tenía abierto Youtube con vídeos que analizaban accidentes aéreos y siguió viéndolos mientras su tiempo se consumía. Tenía cuarenta años, puede que le quedasen treinta y tantos años de vida, unas doscientas treinta mil horas despierta, parecían muchas horas, pero la hora siguiente la empleó viendo Youtube y no escribiendo. Se acostó envuelta en la tristeza que le había provocado la respuesta de Daniela Hodrová.

A la mañana siguiente, muy temprano, salió por la puerta de su casa con el uniforme de Czech Airlines, lo que siempre conseguía que la admirasen discretamente por la calle. El minibús de los empleados la llevó al aeropuerto y, al cabo de un par de horas, se encontraba a bordo dando instrucciones de emergencia a los adormilados pasajeros.

Al recorrer el pasillo revisando los cinturones se quedó de piedra al reconocer, sentada en la primera fila, a Daniela Hodrová.

— ¡Hola, Daniela! —se atrevió a exclamar.

— ¡Hola!, ¿nos conocemos? —respondió la anciana escritora con amabilidad.

— Verá, le escribí un email justamente ayer.

— Caramba, vaya coincidencia, ¿o es que no es una coincidencia?

— Lo es, una coincidencia enorme.

Vylena terminó sus tareas previas al despegue y se sentó en el asiento reservado a las azafatas, justo enfrente de la escritora. Las dos guardaron un respetuoso silencio. El avión despegó y al cabo de unos minutos entró en una tormenta, lo que les impidió iniciar una conversación. Vylena dio instrucciones por megafonía a los pasajeros y, cuando todo parecía la rutina de atravesar una tormenta, un brillante fogonazo iluminó el lateral del avión. Un motor estaba ardiendo. Antes de que Vylena pudiera transmitir instrucciones de calma, una explosión dividió el avión en varias partes.

Caían. Ya no había tanto ruido, solo el viento soplando fuerte contra el trozo de fuselaje que les había tocado compartir. Daniela y Vylena se miraban entre el estupor y el terror, amarradas a sus asientos y sin entender aún por qué seguían vivas y por qué iban a morir al cabo de unos minutos.

Daniela Hodrová, la famosa escritora checa, alargó la mano para agarrar la de Vylena Vasnik, una desconocida escritora checa, y le dijo:

— Esta historia no te va a quedar más remedio que escribirla.

Murieron ciento veintinueve personas. Solo hubo una superviviente, la auxiliar de vuelo y desconocida escritora Vylena Vasnik.

Vylena permaneció veintisiete días en coma y tardó un año en recuperarse de sus heridas, pero desde el primer día que recobró la conciencia, comenzó a escribir.

El libro resultante de aquel accidente vendió más de cien mil copias y se tradujo a quince idiomas. Era una mierda, como bien había vaticinado Daniela Hodrová, pero fue el que le permitió a Vylena entender su vida basada solo en la literatura.

El terrorista

David Chunt es terrorista. Decidió serlo hace unos años, cuando, cumplidos los cincuenta, se quedó en el paro y en su país fue incapaz de encontrar otro trabajo tras más de un año de intensa búsqueda; cuando el subsidio por desempleo era tan ridículo que apenas le daba para comer unos pocos días; cuando la televisión y la radio seguían emitiendo como si tal cosa, como si no fuera todo una gran mierda de millones de personas viviendo en la infelicidad.

David Chunt sabía de explosivos y sabía de cavar túneles, así que trazó un plan y lo ejecutó con precisión. Durante semanas, cavó un túnel que iba desde un parque cercano hasta los cimientos del edificio del Parlamento. La entrada del túnel estaba camuflada por árboles y vegetación baja. Si no hubiera sido un proyecto macabro, podría haber sido muy interesante adentrarse, escaleras abajo, y caminar bajo tierra, en la más absoluta oscuridad, iluminado solo por una linterna, en una línea recta perfecta y levemente descendente durante cientos de metros. El túnel olía a tierra húmeda y a raíces cortadas.

David se basó en dos ideas fundamentales para conseguirlo, primero no utilizar más luz que la de una linterna instalada en su casco y segundo, una máquina perforadora eléctrica, muy cara, que robó de un proveedor de maquinaria bien conocido por él y que tenía la facultad de no dejar restos a su paso. La máquina utilizaba unas prensas hidráulicas instaladas alrededor de las cabezas perforadoras para compactar la tierra y la roca molida a medida que avanzaba. De esta forma, el túnel se mantenía sin puntales. Era un túnel estrecho, de menos de un metro de ancho y unos dos metros de alto.

Una vez que alcanzó la zona situada bajo los cimientos del parlamento, comenzó a cavar un laberinto de túneles para cubrir toda la extensión del subsuelo del edificio y marcó cada esquina con spray para encontrar el camino de vuelta una vez hubiera activado el detonador. Cuando todos los túneles estuvieron terminados llegó el día de la ejecución. Eligió un día en el que la mayoría de los parlamentarios, incluida la presidenta del país, estaban en el edificio. Colocó las cargas explosivas en cincuenta puntos estratégicos para que el Parlamento saltara por los aires. A la una del mediodía, mientras en el hemiciclo abarrotado los políticos discutían sobre estupideces, David Chunt activó el detonador. Tenía dos minutos para salir del laberinto y recorrer el largo túnel de vuelta al parque.

Nada más girar la primera esquina marcada con spray, la linterna fijada a su casco, parpadeó y dejó de funcionar para siempre.

Fernando el sordo

Bueno, yo tuve un profesor al que estuve unido durante treinta años. Fue mi profesor de filosofía cuando yo tenía dieciséis años.

No sé si lo hacía premeditadamente, pero siempre encontraba motivos para alabar a todos con los que entablaba relación. Lo hacía concentradamente, prestando mucha atención, ajustándose el sonotone de vez en cuando. Al hablar tenía una dicción dificultosa y se mezclaba su acento cordobés de vocales abiertas con la ronquera de Vito Corleone.

Cuando oía a alguien decir algo inteligente, Fernando sonreía levemente y asentía imperceptiblemente mientras se agarraba la barbilla con una mano.

Supongo que yo, en particular, soy muy receptivo a los halagos, probablemente desde que mi padre me regaló una bolsa de chucherías la primera vez que saqué un diez en un examen, cuando tenía seis años, de modo que cuando Fernando dijo en clase de filosofía de tercero de BUP, delante de todos, que le gustaba oírme, algún engranaje interior desató la corriente de dopamina necesaria para que se produjera un importante cambio en mí: me di cuenta de que era un ser consciente.

No he investigado sobre esto, así que no sé cuándo es normal que un humano sea consciente de sí mismo. A mí me ocurrió con diecisiete años y, tiempo después, pensé que me había ocurrido demasiado tarde. En realidad yo siempre sostuve que, desde que me caí a un pozo a los nueve años, ya era consciente de mí mismo, pero fue a los diecisiete cuando me di cuenta de que no había sido así. A veces, en conversaciones en las que parece que sé de lo que estoy hablando, digo que hay gente que tarda décadas en ser consciente de sí misma y otra gente que se muere sin llegar a serlo, pero lo cierto es que no sé si esto es así.

Acabó el bachillerato y comenzó la universidad y, por supuesto, perdí el contacto con todo lo que significó el bachillerato: alumnos, profesores, las rutinas de cuatro años, exactamente igual que pasó con la EGB cuando entré en el instituto. Solo conservé un contacto, el de Fernando el sordo. Durante esos años intercambiamos algunas cartas.

Terminó la facultad y me marché de Andalucía.

Un día, un sábado por la mañana, sentado en el borde de la cama con la bruma del sueño aún encima, miraba el mar por la ventana de la habitación y pensaba en la honestidad. ¿Qué es la honestidad?, ¿qué es ser honesto? Mientras desayunaba pensaba en Fernando, hacía seis o siete años que no lo veía, seguramente ya se habría jubilado, podría hasta haber muerto y no sé si me habría enterado. Tenía y quería verlo ese mismo día. A principios de los años noventa yo ya tenía la actitud del siglo XXI, a pesar de que no había ni móviles, ni internet, ni Google.

Una mochila con un bocadillo, una botella de agua, un mapa de carreteras y una moto, con eso contaba. Y con la emoción por adelantado de ver a Fernando al final del día (si lo encontraba).

La única forma de insertar música en un texto es insertarla en la cabeza del lector, porque es la única manera de que suene justo el tiempo que tiene que sonar y al volumen que tiene que sonar para que acompañe a las palabras. Cuando me subí a la moto, sabiendo que tenía buen clima y alrededor de setecientos kilómetros por delante, en mi cabeza sonaba el Everybody’s talkin’ de Harry Nilsson.

Atravesé España de norte a sur.

Por la tarde llamé a la puerta de la única dirección que tenía de Fernando.

Abrió su mujer y, tras unos segundos de sorpresa, comenzó a llamar a Fernando a voces mientras me hacía pasar al interior.

Cuando Fernando me vio, hizo lo que solía hacer ante situaciones muy emocionantes: se metió las manos en los bolsillos, miró al suelo y dijo algo en latín. Lo abracé con alegría, mucho, lo besuqueé por todos lados mientras él gritaba, riendo con su voz ronca, a un dios imaginario: ¡ayyyyyy!, ¡maricóooon!

Fernando, ¿qué es la honestidad?, le pregunté sin soltar ni la mochila ni el casco de la moto.

Y en vez de responderme a mí, miraba a su mujer y le decía, para confirmarlo como algo real: este tío se ha cruzado España en moto para preguntarme qué es la honestidad. Entonces callaba, se llevaba la mano a la barbilla y comenzaba a citar autores que sacaba de su memoria enciclopédica.

No recuerdo lo que me dijo sobre la honestidad, probablemente algo importante, algo que significó tanto para mí que lo incorporé a mi forma de ser aun habiendo olvidado los detalles de la lección. Probablemente.

Veinte años después, decidí casarme en la aldea donde por entonces vivía Fernando y donde también murió diez años más tarde. Durante la ceremonia al aire libre, el cura fue comportándose de mal en peor en un intento de boicotearnos por unas envidias que le habían nacido porque éramos el centro de atención en un lugar donde el centro de atención era siempre él. Inesperadamente, Fernando, que en su juventud también fue cura, se levantó y recondujo la ceremonia haciéndola emocionante y humana. Cuando se puso de pie y todo el mundo guardó silencio y solo se oían las vacas mugiendo y las ovejas balando en la lejanía, comenzó a decir con su voz rasposa:

—Una vez ese hombre cruzó España en moto para preguntarme qué era la honestidad.