12/12/2015

Me decías que no sabías expresarte poéticamente, o algo parecido fue lo que entendí… (¿Se puede hacer poesía por correo electrónico? -me preguntabas) ¿Qué coño crees que has escrito cuando dices «es la belleza la que nos salva»? Puta poesía, mierda de la buena, MIERDA INMORTAL. Eso es de lo que habla Octavio Paz en «El arco y la lira», ¡eso es el acto poético! Cuando en una misma frase haces copular «el bien y la belleza»; así,  bien yuxtapuestos en unión por conjunción copulativa, todo lo que digas después por narices ha de ser glorioso, y además poco importa lo que digas después, claro, pues (aún arriesgandome a ser contradictorio digo que) lo importa TODO.

Espero, deseo, formar parte de esa belleza de la que hablas. Por mi parte, siempre que he pensado en ti, he hallado un oasis en el desierto; dicho de otra manera, para mí tú eres una de las personas de mi vida capaces de conseguir que la BELLEZA se materialice; y por si no fuera suficiente lo diré de otro modo: pensar en ti es pensar en (contemplar a través del filtro de la memoria) la belleza porque para mí tú eres un SER POÉTICO en esencia.

Belleza y memoria, construcción (y distorsión). No es tan importante lo que realmente sea (o fuese), lo importante es que lo recuerdes como algo bello. El pasado se hace presente y eterno.

 

Felices fiestas

Besos y abraxos

04/12/2015

Es la belleza la que nos salva.

La belleza no sólo estética, la belleza de sentimientos, la belleza de comportamiento. El bien y la belleza son el cojín confortable donde descansar, es el oasis, el fresco contra el calor tórrido, el lugar donde dormir para recuperar las fuerzas.

La belleza es la sonrisa de mis amigos, aunque desde luego también lo es la música que oigo inesperadamente, cuando sólo había ruido y ya ni me acordaba de que las cuerdas de un violonchelo podían sonar así. Acordes, acordes, cadencias, sentimientos expresados con instrumentos musicales. Y entrar en un museo, o en un teatro, o en un parque que personas humanas llevan años, o décadas, cuidando.

Cuando te parezca que todo es un infierno, piensa en la belleza, que al igual que lo malo, también abunda. Presta atención, Paco.

 

03/12/2015

No verlo más, después de trece años, duele un poco, aunque sólo sea un coche. No es sólo un coche, es un pedazo de mi existencia, como mi brazo no es sólo carne, es una parte de quién soy y cómo soy.

Esta mañana, cuando me subí, pensaba que iba a ser el último paseo, le notaba taciturno. Un viejo coche con veintitrés años a cuestas, como un anciano de noventa que está más o menos sano, sólo tiene los achaques de la edad.

Notaba su miedo. No pasa nada hombre, le decía yo con voz tranquila, mientras la carretera de camino a la oficina pasaba bajo nosotros, has tenido una vida estupenda, te has portado bien todos y cada uno de estos miles de días, incluso cuando te has averiado.

Notaba cómo la personificación de su alma de coche en anciano humano asentía sin dejar de caminar y sin dejar de mirar hacia adelante.

Lo llevé al lavadero, le aspiré todas las ramitas y hojas de la última excursión que hicimos con los niños. Antes de ir, frente a la puerta de casa, saqué las sillitas del asiento trasero, las sombrillas de la playa del maletero y la botella de cinco litros de refrigerante verde. Todas las cosas inútiles de la guantera. Sólo dejé el librito con tapas de plástico que contiene los papeles del coche.

Después de lavarlo y aspirarlo el anciano lucía su mejor aspecto, su ropa vieja, de usada, pero no ajada, ni maltratada y una expresión de inevitabilidad, de entender su destino inminente.

– ¿Me va a doler?

– ¡Anda ya! – le decía yo con una punzada de pena. – Irás al desguace y desde allí, poco a poco, irás dándole piezas a otros coches que las necesiten. Igual que otros coches te las han dado a ti.

Él guardó silencio, se caló mientras esperábamos al ralentí en un stop y continuamos de camino a la oficina. De vez en cuando yo acariciaba muy suavemente el salpicadero, sin decir nada.

La chica del concesionario nos llamó antes de llegar a la oficina. Había llegado el momento. Cambié de rumbo y en diez minutos estuvimos frente a la puerta del garaje. Hice unas complicadas maniobras con el volante sin dirección asistida del anciano y por fin entramos en un aparcamiento de tienda, todo luz, brillos y cristaleras.

Bajé del coche, saqué las dos únicas cosas mías que aún quedaban dentro y cerré la puerta. Esa sí era la despedida, aunque estuviera allí mismo, aunque no me hubiera movido ni medio metro. Mirando por última vez la chapa gris donde habían saltado algunas lascas de pintura y sin pronunciar palabra, le dije adiós.

Alrededor había coches jóvenes, fuertes, adolescentes, inconscientes y desmedidos. Uno de ellos mi nuevo coche.

Ahora ya es medianoche, estoy en casa en el silencio donde todos duermen y sé que, a pocos kilómetros, mi viejo coche permanece insomne en la oscuridad, recordando los días de lluvia, los días de sol, las locuras de las noches de fin de año, las ruedas enterradas en arena de playa y echándome de menos como yo le echo de menos a él.