23/05/2013

La oficina de los verificadores de billetes

Dentro de las máquinas que cuentan dinero hay pequeñas oficinas de chinos que se encargan de verificar que los billetes y las monedas que entran son auténticos.

Su universo es distinto al nuestro, sus escalas de tamaño y tiempo son mucho más pequeñas. Un segundo nuestro equivale a veinte minutos de su tiempo diminuto y un billete de cincuenta euros es como una enorme pantalla de cine para ellos.

La sala en la que trabajan es elíptica, de techo alto, se encuentra en penumbra, iluminada sólo por el resplandor que entra por la pared del fondo, que es completamente de cristal. Tras ese cristal, fuera de la sala de control, se detiene cada minuto un billete enorme de catorce metros de ancho por ocho de alto aproximadamente. Los hay un poco más grandes y un poco más pequeños.

La oficina cuenta con cuatro empleados. El encargado y dos operarios se hallan de pie, siempre moviéndose cerca del cristal. El cuarto empleado está sentado tras una mesa y mira atentamente la pantalla de un ordenador. Unos metros por detrás de su silla se encuentra la puerta de esa oficina. Está cerrada, pero tras ella debe de haber bastante luz porque se ve perfectamente la delgada línea que separa a la puerta del marco, iluminada uniformemente. Visten ropa de oficinistas, pantalón y camisa, pero sin corbatas. El encargado lleva unas gafas de pasta y le sobresale ligeramente la barriga por encima del borde del cinturón. Es el de mayor edad de los cuatro.

Como son chinos evidentemente hablan en chino entre ellos, y utilizan palabras como hăo, xièxiè y zuò, que son habituales en el ambiente de oficinas chinas.

Una vez por minuto un billete de catorce metros se coloca suavemente tras el cristal. Es tan grande que se ven todos los detalles con absoluta nitidez. El espacio entre los trazos y las filigranas, la textura del papel. Justo cuando está encajado se activa un cronómetro en una de las paredes laterales y unos dígitos rojos comienzan a descontar sesenta segundos. Se enciende también una potente luz blanca que ilumina el billete por completo.

Entonces el encargado emite una serie de órdenes cortas y precisas del tipo ‘estroboscópica azul’, ‘correcto’, ‘estroboscópica roja’, ‘correcto’. Mientras lo hace, los dos operarios se mueven ágilmente arriba y abajo, a izquierda y derecha, subidos a unos soportes cuyas barandillas les llegan por la cintura. Cuentan con una serie de herramientas, como lupas y linternas, que utilizan cada pocos segundos deteniéndose en puntos concretos de la superficie del billete, que permanece inmóvil tras el cristal. La actividad de los operarios va dejando una serie de marcas rojas, verdes y amarillas sobre el cristal que el oficinista sentado tras el ordenador anota cuidadosamente mirando alternativamente al cristal y a su pantalla.

En la habitación en penumbra se mueven sombras de distintos colores según el tipo de luz con la que se ilumina al billete en ese momento. Esas luces distintas hacen que el billete cobre apariencias muy diferentes al mostrar unos detalles y ocultar otros, de tal manera que durante esos instantes deja de parecer el billete que es.

Cuando sólo quedan cinco segundos para que el cronómetro de la pared llegue a cero, sus dígitos comienzan a parpadear y a emitir un pitido suave y nasal avisando de la retirada del billete. Justo en esos últimos cinco segundos el encargado emite su veredicto y dice con voz alta y clara, ¡CORRECTO!, a lo que el oficinista tras el ordenador introduce este resultado y la oficina se ilumina de verde por un instante; o bien, ¡NO ES CORRECTO!, y la oficina se ilumina momentáneamente de rojo.

Entonces el billete se desplaza suavemente hacia abajo en su enormidad y otro del mismo tipo lo reemplaza. El cronómetro vuelve a comenzar la cuenta atrás.

En el mundo exterior, una señora mayor de unos setenta y tantos años, con el pelo blanco y los movimientos imprecisos propios de su edad, vuelve a meter por segunda vez un billete de cincuenta euros en la máquina que tiene que cobrarle el bocadillo que pretende comprar. La máquina se lo traga un segundo y lo devuelve con un mensaje de billete no válido. Detrás de ella esperamos pacientemente una cola de gente con las bandejas amarillas formando un tren sobre las barras del autoservicio.

– ¡Pero si me lo ha dado el Banco esta mañana! – dice sorprendida la anciana, y vuelve a introducirlo por la ranura iluminada de azul.

En el interior de la máquina llevan casi media hora sin recibir ningún billete, cuando les llega el siguiente se dan cuenta de que es el mismo que el último que rechazaron. Aun así se ponen a examinarlo con la misma minuciosidad que hacen con cada uno de los que reciben, como si lo vieran por primera vez.

Transcurrido el minuto de inspección el encargado vuelve a decir ¡NO ES CORRECTO! Y comenta con sus oficinistas los detalles que hacen obvio que el billete es una falsificación. El oficinista tras el ordenador hace unas anotaciones que quedan registradas en alguna base de datos.

– Lo siento señora – dice el cajero – la máquina no admite su billete y yo no puedo ponerlo de mi bolsillo como usted comprenderá.
– Claro, claro – dice la señora despacio dejando el bocadillo envuelto en papel de plata sobre el mostrador y dando un paso atrás para alejarse de la cola.
– Ya lo pago yo – le digo al cajero – ¿Cuánto es?
– Son tres treinta y cinco.
– Ay hijo, qué apuro me da que suceda esto – me dice la señora.
– No se preocupe mujer, es la mejor forma de solucionarlo. Total no se va a quedar usted sin comer porque a los chinos de la máquina no les guste su billete.

Los que estamos cerca del pequeño incidente sonreímos todos, incluida la señora, que además no para de mostrar su agradecimiento.

Mientras tanto, en el interior de la oficina, los verificadores de billetes caminan sosegadamente o esperan pacientemente apoyados contra las barandillas de sus soportes hora tras hora que un nuevo billete se ponga tras el cristal para hacer lo que mejor saben hacer. Incansablemente.

21/01/2016

Una ensoñación: En la cresta de una duna, un Principito adulto me gritaba como un poseso. Era el Principito de los dibujos de Saint-Exupéry, pero no era un niño, sino un joven de veintitantos años. Y era un dibujo, igual que en el libro, no de carne y hueso.

Me gritaba con una retahíla interminable desde el centro de ese paisaje de cielo límpido azul y desierto con oleaje de dunas de color café con leche.

Según iba gritando, yo me iba alejando de él sin darle la espalda, pero no caminando hacia atrás, sino movido por la voluntad de la ensoñación. El Principito gritón quedaba cada vez más lejos y se oía cada vez menos. En algún momento, sus gritos fueron sólo un diminuto ruido en la quietud del desierto. Después desapareció por completo, de la vista y del oído.

Llegué a donde tenía que llegar, a una tienda montada con lonas, vientos y palos que daban sombra allí en medio del desierto. Estaba vestido como un jeque, con zaub y kufiya blancos y me veía más gordo de lo que soy en realidad. Acabé, en ese viaje marcha atrás que hice alejándome del Principito, recostado en un asiento confortable, indefinible en la ensoñación, mezcla de hamaca y sillón de almohadones.

Detenido mi movimiento, todo era silencio. Sólo se oía, como parte de los sonidos del desierto, la lona mecida por el viento con un ritmo tranquilo.

Dunas.

Cielo.

Brisa suave.

Entonces me quedé dormido.

12/01/2016

Estaba yo manguera en mano lavando el coche, el domingo por la tarde, que amenazaba lluvia. El vecino salió y me lo dijo, va a llover, y yo le dije que mi móvil decía que no. Nos reímos, se marchó y empecé a frotar la chapa con la escoba llena de espuma.

En esa conversación estaba bocetado el sentido de una vida, lo he sabido después.

El día que dejamos Bangladesh, después de vivir cinco años allí, teníamos el vuelo por la tarde y lo que hicimos por la mañana fue dar clases de bangla, como habíamos hecho todos los lunes y miércoles desde que llegamos.

Ahora tengo un familiar de edad avanzada que está en el hospital y que probablemente ya no salga vivo de allí. Eso me hace verme a mí mismo en esa cama, sabiendo que se me acaba el tiempo, que se me acaba como parecía que nunca sucedería y me pregunto qué voy a hacer si se me da el caso en esas circunstancias. La respuesta está en lavar el coche y en dar la clase de bangla. Lo que voy a hacer es seguir vivo hasta que muera.

No he podido evitar pensar que David Bowie habrá hecho lo mismo y habrá estado creando maravillas hasta el último momento. ¿Para qué, si no, estamos vivos?