Noche filipina

– Hola, guapo. – La chica que me había dicho eso era una filipina, morena, de ojos grandes y labios perfectos, tetas perfectas, culo perfecto y minifalda minúscula.

Me imaginé que sería una prostituta, porque yo estaba solo en la barra de un bar de playa en Boracay, con una temperatura también perfecta, de noche, tranquilo entre la gente diversa que va a disfrutar del casi eterno verano de la isla y, aunque no soy feo, no soy tan guapo como para atraer a mujeres perfectas vestidas de prostituta.

– ¿Qué tal, cómo estás? – le respondí mirándole afablemente a los ojos. Hablábamos en inglés.

– ¿Estás solo, me invitas a una copa? – me preguntó sin dejar de sonreír subiéndose a una silla alta que había junto a la mía.

La verdad es que yo no tenía ganas de follar con una prostituta esa noche. Mi mujer y yo habíamos roto tan solo dos días antes, después de veinte años de matrimonio y en medio de unas vacaciones. Tenía un estado de ánimo complicado.

Ella me miraba y guardaba silencio, sólo giró la cabeza un momento para pedirle su bebida al barman.

– ¿Vives en Boracay? – le pregunté por saber algo de ella.

– No, en Malay, la isla grande de al lado – respondió después de darle un sorbo a su bebida.

– Eres una prostituta, ¿verdad? – le pregunté, porque no tenía ganas de teatros, ni de maquillajes, ni de mierdas. Me había salido mal un matrimonio de veinte años y necesitaba silencio o, en su defecto, la verdad y nada más que la verdad.

Ella no dejó de mirarme a los ojos ni por un momento, y sonreía con la tranquilidad de quien tiene la vida resuelta, ¿cómo era posible? Tenía el pelo negro y largo, le caía por el hombro y le llegaba a la mitad del brazo.

– La prostitución es ilegal en Filipinas, – hizo una pausa y tuve la certeza de que estaba leyendo en mi interior, – pero sí, soy una prostituta. ¡Espero que no seas un policía! Ja, ja ,ja – y me enseñó unos dientes perfectos.

Por primera vez en dos días tuve que sonreír.

– Hoy no tengo ganas de sexo, no tengo un buen día, pero puedes probar a quedarte y si conseguimos pasar el rato charlando te lo pagaré como si hubiéramos follado. – Le dije con tranquilidad.

– ¿Por qué no tienes un buen día? – me preguntó a modo de respuesta.

Resoplé un poco, agaché la cabeza y me pasé la mano por el cuello y la nuca.

– Mi mujer y yo terminamos hace dos días, llevábamos juntos más de veinte años – le resumí en una frase.

– Yo también estuve casada, con un chino, pero me pegaba mucho y lo dejé. Ahora sólo me casaría con un occidental como tú, que tuviera dinero y me tratara bien – me resumió ella en dos frases, mirándome como supongo que las sirenas miraron a los primeros navegantes que las encontraron.

Ahora ya me llegaba también su olor, un olor a flores y a frutas delicioso.

– Y si no tuvieras que ser prostituta, ¿qué te gustaría hacer? – le pregunté.

– Pinto bien, también sé hacer ropa muy bien y he trabajado a veces en el campo y me gusta, pero pagan muy poco. – Me respondió.

– ¿Qué te gusta de trabajar en el campo? – continué mi interrogatorio.

– Te levantas antes del amanecer, estás fuera de la ciudad, que siempre es de locos, y cuando se va a poner el sol se termina el trabajo. Los compañeros de trabajo son divertidos. – me contó.

– ¿Cuánto cobras como prostituta? – le pregunté.

– Treinta dólares chupar, cincuenta dólares follar – dijo sin un pestañeo, y continuó: por hablar te cobraré lo mismo que por follar, porque hablar es sexo – argumentó.

– ¿Cómo? – pregunté divertido – ¿Qué significa que hablar es sexo?

– El sexo es comunicación. Con los cuerpos se comunican cosas. Hablar es comunicación. Hablar y follar son dos intensidades de la misma actividad: sexo – me explicó como una absoluta entendida en el tema.

En una fracción de segundo supe que la había prejuzgado y subestimado, como se hace tantas veces con todo en la vida. Es inevitable, por otra parte, el cerebro necesita prejuzgar. Si te va a comer el tigre más vale que tu cerebro haya prejuzgado que un tigre hambriento viene a por ti. Y rápido.

Una pobre prostituta filipina, una ignorante del mundo y de sus mecanismos… Craso error. Una mujer de cuerpo perfecto con una vida difícil en un país más difícil aún.

Hablamos de sentimientos, de ver amanecer, del sentido de la vida, del de la muerte. Horas hablando, era buena en su trabajo. Al final, cuando ya era hora de marcharnos, le dije que se viniera conmigo al hotel.

Teníamos el estado físico perfecto para follar, habíamos bebido lo suficiente como para flotar, pero no estábamos borrachos, habíamos hablado mucho, lo cual era sexo de intensidad verbal, según mi inesperada acompañante, y nos habíamos calentado de camino al hotel.

Le quité el top, el sujetador, ella me desabotonó la camisa. Había poca luz en la habitación, la que salía de detrás del cabecero de la cama. Nos besamos. Besaba muy bien y olía muy bien. Me desabrochó los pantalones y, a la vez que los bajaba, fue bajando con sus labios desde mi boca hasta mi pene recorriendo el cuello, el pecho y mi vientre. Un placer, inabarcable, similar al del primer buche de cerveza helada cuando estás sediento.

Le quité la mini-minifalda. Un tanga precioso, un monte de venus prominente, se lo bajé hasta los muslos y me detuve. Muy detenido. Muy quieto. Allí no había un monte de venus perfecto, ni una vagina perfecta, había un pene pequeño y aplastado por la presión del tanga durante horas.

Apagué la luz.

Cosas que pasan en verano

En verano, por ejemplo, el consumo de electricidad sube tanto que tenemos luz en horas alternas. La cortan o la reconectan siempre a menos diez, así que si estoy a punto de subirme a un ascensor siempre miro antes el reloj, si son y cuarenta y nueve, me espero a que pase el minuto cincuenta, por si acaso.

Lo normal cuando se corta la luz es que el generador de gasoil que tiene cada edificio se ponga en marcha, pero puede que el generador no funcione, o puede que al conectarse salga ardiendo y te tuestes dentro del ascensor como un pollo al horno, o puede que ese edificio en concreto no tenga generador. Mejor esperar, no pasa nada por esperar. Opepkah kori.

En verano también llueve, constantemente sin interrupción desde junio hasta septiembre, noventa días lloviendo. Llueve tanto que los charcos dejan de ser de barro y quedan sólo charcos de agua transparente. Hay que tener mucho cuidado con las calles inundadas, que son todas, porque hay cables sueltos traicioneros, sumergidos como mambas venenosas, y si los pisas, ¡pum!, explotas y mueres. Yo lo he visto. Todos lo han visto alguna vez.

Si las calles se inundan lo suficiente, cosa que no siempre ocurre, alguna gente se mueve en barca y recoge a los vecinos en los portales para llevarlos a su destino a golpe de remo.

En verano, a las camisas les salen curvas de sal, como las que salen en la arena de la playa cuando baja la marea. Se suda todo el día y toda la noche. Veinticuatro horas sudando. Cuando no estás mojado de sudor, estás mojado por la lluvia. Si en casa encendemos el aire acondicionado en alguna habitación entonces esa habitación se convierte en un oasis de temperatura y humedad perfectas. Una burbuja extraterrestre.

Y bueno, en verano no pasa nada más especial, hace calor y es temporada de mangos y lichis.

El peor verano de mi vida

Matías está en un pequeño pueblo de la provincia de León. Ha colgado una hamaca entre dos postes del establo, o de lo que alguna vez lo fue. Tiene el coche ahí aparcado a la sombra y su hamaca se mece de vez en cuando con una brisa que aparece a ratos y le refresca el torso desnudo. Está leyendo un libro y, mientras tanto, va comiendo pipas y echando las cáscaras sobre un bol que tiene apoyado en la barriga.

Al otro lado del patio está su hija, sentada con las piernas cruzadas en un sillón columpio tapizado con dibujos de hojas verdes. También está leyendo un libro que tiene apoyado en las piernas. Su nombre es Mila.

Matías la observa y se acuerda de aquel verano, tan distinto a éste, cuando su mujer y él se quedaron sin trabajo en aquel pueblo de Andalucía y no les quedó más remedio que pasar el verano allí. Fue diez años atrás, la niña tenía ocho años entonces.

Tenían tan poco dinero que sólo les alcanzaba para la comida. No podían encender el aire acondicionado para no gastar luz. Matías gobernaba la casa como si fuera un barco navegando en medio del infierno. El sol salía por la parte de atrás y Matías esperaba con las persianas subidas hasta que el sol comenzaba a entrar por las ventanas. Entonces arriaba las persianas sin cerrarlas del todo, con todas las rendijas iluminadas, y mantenía las ventanas abiertas, de manera que no entrara mucha luz pero que corriese el aire que cruzaba la casa hasta el balcón de la parte delantera, que mantenía abierto hasta que la mañana iba avanzando y la temperatura del aire le indicaba que debía arriar la persiana del balcón unos palmos.

Al llegar las peores horas, entre las tres y las seis de la tarde, cerraba las hojas de las ventanas para mantener dentro de la casa el aire que había podido ir domesticando durante la mañana.

Matías es ingeniero y consiguió que un amigo le pasara algo de trabajo para hacer planos en casa. Fue un favor, no había nada más, la situación era mala de veras.

Colocaba su portátil en la mesita de noche y dos almohadones en un banquito que tenían en la habitación para sentarse a calzarse los zapatos y, colocado de cara al balcón, improvisaba así su misérrimo despacho de ingeniería para hacer los planos que le habían encargado.

Ese verano la temperatura subió hasta los cincuenta y cuatro grados al sol. A la sombra sólo alcanzó los cuarenta y siete.

Cuando dormían la siesta, él veía a su hija pequeña en el sofá con la frente perlada de sudor y rogaba interiormente para que no lo estuviera pasando tan mal como lo estaban pasando su mujer y él.

– Papá – dijo de pronto su hija levantando la vista del libro.

– Dime hija – respondió Matías saliendo de sus pensamientos.

– ¿Sabes de qué me estoy acordando? – preguntó sonriente desde el otro lado del patio. En el silencio de la tarde de verano sólo se oían las chicharras fuera de la casa.

– ¿De qué, hija? – preguntó Matías.

– De aquel verano que pasamos en Andalucía, ¿te acuerdas? – preguntó Mila sonriente con la vista clavada en su padre.

Matías se quedó de piedra.

– Sí, claro que me acuerdo, – respondió con voz neutra Matías – hizo muchísimo calor.

– Fue el mejor verano de mi vida, papá – dijo ella riendo.

– ¿De verdad? – Matías no salía de su asombro – ¿Por qué?

– Pues porque fue muy divertido – respondió Mila. – Además tú estabas en casa todos los días y podía subir a verte mientras trabajabas en tu despacho de la habitación. Me acuerdo que mamá y tú montasteis una piscina hinchable en el patio y nos bañábamos los tres y jugábamos a ver quién aguantaba más la respiración y a buscar juguetes escondidos, je, je, je.

¡Lo había olvidado!, – pensó Matías – es verdad que montamos aquella piscina de colores que unos amigos nos dieron porque ya no la utilizaban.

– Y por las tardes salía a jugar a la calle que teníamos en frente de la casa, ¿te acuerdas? – preguntó Mila, riendo. – Había muchos niños de mi edad y las tardes eran larguísimas, no anochecía hasta las diez y media, ¿te acuerdas? – Y seguía sonriendo.

– Claro que me acuerdo hija, perfectamente – respondió Matías, sin revelarle que por motivos completamente diferentes.

– Yo creo que me hubiera quedado a vivir allí, ¿y te acuerdas de cuando salíamos de paseo a explorar el pueblo?…

 

Mila recordaba todo esto mirando un poco arriba a la izquierda, sin dejar de sonreír, mientras su padre, que la observaba en silencio, se aguantaba el nudo en la garganta.

Asesinato de una gaviota

Eran buenos chavales, divertidos, escandalosos, siempre riendo. Tenían todos entre once y catorce años y pasaban el verano en la playa de Malikaré.

Malikaré tiene cuatro grandes playas y una cala pequeña. La pequeña es la cala más al oeste del pueblo, la cala de los barcos abandonados. Para llegar hasta allí hay que cruzar un descampado de tierra dura y roja.

Para los niños, esa travesía tiene algo de viaje sin retorno. Son cinco, a veces se une alguno más del pueblo. Salen desde la casa de dos de ellos, que es la última casa al oeste. Primero van ellos y detrás van madres y padres cargando con sombrillas, neveras, toallas, cañas de pescar a veces.

El cielo es siempre de un celeste impoluto, con el sol ardiendo nítido durante el arco diario de su recorrido.

En medio del descampado hay un momento en el que casi no se ven las casas y casi no se ve el mar. Ellos no lo saben, porque son muy jóvenes aún, pero cruzar todos los días ese punto de no retorno hará que en el futuro sean más valientes. Pase lo que pase siempre esperarán ver el mar al final del descampado y siempre sentirán que sus padres les cubren las espaldas.

El descampado termina cuando se acaba abruptamente el suelo de tierra roja y lo siguiente es un escalón hasta la arena de la playa. La orilla está a veinte metros. El borde del suelo es irregular, dentado, los niños arrancan trozos de todos los tamaños y los lanzan al agua. Las explosiones son magníficas, porque además del agua que salpica muy alto hacia arriba, la tierra roja deja una nube de sangre sumergida que a los niños les permite jugar a bombardeos y cazas de ballenas y otros monstruos marinos.

Los padres se instalan en la playa, clavan sombrillas, extienden toallas, colocan sillas y neveras, abren las primeras cervezas.

La cala a la derecha hace un recodo donde se acumulan barcos abandonados. Todos estos barcos abandonados están semisumergidos. Los niños, a base de ir cada día a esa cala, ya se conocen el mapa del terreno. A la cala se entra atravesando el esqueleto de madera de lo que queda de un barco que debe llevar diez o veinte años allí. Ya hay mucha arena que lo cubre, así que se puede andar por su interior exactamente igual que por su exterior, la playa está fuera y dentro de él. Sólo asoman a la superficie las cuadernas quemadas y ajadas como espinas de un pez gigante.

Los niños entran en ese territorio conocido sin ningún plan, como cada día. A veces se encuentran flotando unas gafas de buzo viejas y llenas de pequeños caracoles marinos, atrapadas entre las maderas muertas, o una zapatilla del pie derecho que les da material para averiguar, incansablemente, el origen y las circunstancias que la han traído hasta allí. Muchas veces se habla de la costa de otros países. Cuando eso ocurre, vuelan silencios sobre ellos del tamaño de los océanos que sus imaginaciones tienen que sortear para cruzarlos.

– ¡Eh, venid!, ¡mirad lo que hay aquí! – grita uno de ellos a los otros.

En un segundo están todos allí contemplando a una gaviota.

– ¿No vuela? – pregunta alguno por encima del hombro del que tiene delante.

La gaviota está arrinconada, a un lado tiene madera de barco, por detrás tiene el agua de la playa que se mueve adelante y atrás diez centímetros al compás de la marea libre que existe fuera de la zona de los barcos abandonados, y por delante tiene la arena de la playa y cinco grandes humanos que le hacen sombra. Sin embargo si decidiera volar nadie podría impedírselo. Las gaviotas, aunque muy cercanas, siempre están fuera del alcance de los niños.

– Tiene una pata rota, ¿veis?, le cuelga tonta – dice uno de ellos.

– Debe pasarle algo más, no puede ser que no vuele sólo por la pata rota – comenta otro en voz alta.

– Seguramente estará enferma – dice uno.

– Y estará sufriendo – dice otro.

– Mi padre dice que a los animales que sufren hay que sacrificarlos – dice otro y todos le miran porque acaba de definir qué es lo que tienen que hacer.

Van a sacrificarla, es lo que tienen que hacer, se ponen a buscar con qué. La gaviota ve cómo se alejan y se relaja un poco, da unos saltitos por la arena dejando la huella poligonal de su única pata buena. Pero los niños vuelven y se arrincona otra vez. Uno de ellos, el mayor y el más fuerte, carga con un trozo de madera enorme, se le marcan las venas de los bíceps y del cuello por el esfuerzo. Se detiene un momento frente a la gaviota, rodeado por sus secuaces que lo miran todo con la curiosidad de estar ante algo que es más grande que ellos, levanta la madera todo lo que puede y la arroja sobre la cabeza de la gaviota. Entre todos mueven la madera para ver si el sacrificio ha funcionado, pero la gaviota, aunque muy maltrecha, todavía se mueve. Levantan la madera, ahora entre dos, y la vuelven a soltar sobre el pájaro. Después de varios intentos, parece que por fin está muerta. Dejan la madera sobre ella a modo de lápida y siguen investigando entre los restos de los barcos abandonados.

Treinta años más tarde, el mayor de esos cinco amigos, el verdugo, el asesino, sigue acordándose de aquel asesinato. Ya es un hombre adulto, y le han pasado cosas mucho peores en la vida, pero justo porque ha crecido, ha aprendido que vivir en este mundo es un juego de equilibrios, entre lo que tienes y lo que no tienes, entre lo que viene y lo que se va… Y sabe que lamentar interiormente la muerte de aquel animal es lo único que puede hacer para compensar su asesinato. Y pedirle perdón cada vez que se acuerda.

Rescate en la fosa de las Marianas

– Eh, Mike, despierta. Tenemos una emergencia – dijo Jose.

Eran las 4:34 am en el Centro de Emergencias de Agaña, en la isla de Guam.

Mike se sentó unos segundos en el borde del catre y se pasó las manos por la cara y por el pelo. Su compañero le miraba desde la puerta de la habitación. Acababa de darle al interruptor de la luz. Tenía puesto los pantalones de neopreno, señal de que la emergencia era en el mar.

– Voy – respondió Mike y se levantó de la cama rápidamente. Caminó hacia la puerta y al pasar junto a su compañero, le miró con los ojos aún rojos por el sueño y le palmeó amigablemente el abdomen saliendo al pasillo.

 

— * —

 

En el interior del hidroavión había poca luz, aún no había amanecido. Mike estaba sentado en uno de los laterales, cerca de la puerta de la cabina del piloto. En el otro lateral, frente a él, estaba sentada Mónica, la tecnóloga del Centro de Emergencias de Guam. Mike abrió la nevera que tenía sujeta entre los pies y sacó un pequeño tetra-brik de zumo de multifruta, la cerró sin correr la cremallera y le dirigió una sonrisa a la doctora.

– ¿Quieres uno? – y le sonreía mientras le ofrecía el zumo que tenía en la mano izquierda.

– No, gracias Mike, luego tomaré algo en el barco – respondió Mónica devolviéndole tranquilamente la sonrisa. Con la mano derecha agarraba una de las asas de seguridad que colgaban del techo del hidroavión y que se mecía con los movimientos del vuelo del aparato.

– Ponme al día, ¿qué ha pasado? – le preguntó Mike y a continuación dio un sorbo al zumo.

– Un equipo científico está anclado junto a la fosa. Se les ha caído un hombre.

– ¡Cómo! – dijo asombrado Mike – ¿Cómo que se les ha caído un hombre? ¿Y no han podido sacarle del agua y ya está?

– Se les ha caído dentro de un batiscafo.

– Cuéntame la historia completa porque no entiendo nada – dijo Mike mirando un momento por la ventanilla que estaba tras el hombro derecho de Mónica. En el recto horizonte entre el mar y el cielo empezaban a aparecer los anaranjados colores del amanecer. Había nubes sobre el Pacífico esa mañana.

– Llegaron hace una semana. Son canadienses y están haciendo prospecciones para catalogar la vida del fondo de la fosa. Hoy tenían que hacer una inmersión de prueba con el batiscafo y uno de los científicos (el técnico electrónico, creo), estaba dentro preparando los sistemas. Les ha dado un coletazo una ballena y el batiscafo ha caído por la borda.

– ¿En serio? – Mike abrió mucho los ojos a la vez que sonreía de incredulidad. – ¿Y no tenían el batiscafo asegurado a la cubierta?

– Es lo primero que les pregunté, pero dicen que el coletazo de la ballena fue tan violento que rompió el suelo sobre el que estaba el batiscafo y se precipitó al mar – respondió Mónica con precisión.

– ¡Uf, qué mala suerte! Seguro que la ballena les ha dado accidentalmente. Por esa zona no hay ejemplares violentos.

 

— * —

 

Jacques estaba sentado en el habitáculo de los pasajeros del batiscafo revisando las lecturas de los indicadores que había repartidos por los cuatro costados y tomando notas en una tableta electrónica que tenía sobre las piernas. Su compañero Martin le observaba en silencio, apoyado en el exterior de la escotilla de entrada.

– Voy a tardar un buen……. ¡BLAAAAAM! – Jacques no pudo terminar la frase porque, junto con el estruendo, el batiscafo se tumbó haciéndole rodar por el interior del habitáculo. En menos de cinco segundos entraba agua a raudales por la escotilla, que había quedado orientada hacia uno de los lados.

Jacques intentó salir por ella pero la fuerza del agua que entraba se lo impedía, así que agarró como pudo el volante de la escotilla y tiró hacia adentro. El torrente de agua la cerró casi herméticamente. Jacques giró el volante y entonces sí tuvo la seguridad de que estaba bien cerrada.

El agua le llegaba por las rodillas y la oscuridad era total. ¿Qué habría pasado? ¿Habría chocado algo con ellos? ¿Habría explotado algo? Pero no se le ocurría qué podía haber sido porque no llevaban nada en el barco que pudiera explotar ni siquiera por accidente.

De pronto fue consciente de que se estaba hundiendo. Y nada menos que en la fosa de las Marianas. Diez mil metros de profundidad.

A tientas ubicó dónde estaban los asientos. Como el habitáculo había girado, él se encontraba de pie sobre la pared derecha. Los instrumentos no funcionaban porque en el momento del accidente el batiscafo estaba operando con la electricidad del barco y aún no le habían conectado las baterías.

Sólo se oía el chapoteo del agua cuando movía las piernas y los crujidos de la estructura del batiscafo a medida que la presión crecía con la profundidad. Hizo un cálculo mental, tardaría dos horas y media en tocar fondo. Aunque las demás compuertas se habían quedado abiertas suponía que el habitáculo aguantaría bien la presión. Al fin y al cabo estaba diseñado para eso. En realidad el mayor problema que tenía era el oxígeno. Si tardaban mucho en rescatarlo se le agotaría en unas cuantas horas.

 

— * —

 

El hidroavión amerizó por la proa del barco para facilitar el traslado en la zodiac. Eran las 5:30 de la mañana cuando Mike, Jose y Mónica subieron a la cubierta del Piccard IV y se reunieron con los compañeros de Jacques, el científico en caída libre que en esos momentos estaría a mitad de camino entre la superficie y el lecho marino, si no se había ahogado en la confusión del accidente.

Mike era el jefe de Emergencias.

– Entonces, si he entendido correctamente, tenemos al batiscafo en inmersión libre, con una persona dentro que esperamos que haya conseguido mantenerse a salvo en el habitáculo. Que tocará el lecho marino aproximadamente dentro de una hora y que no tiene ningún medio por el que moverse o comunicarse.

Todos los presentes asintieron y confirmaron que el resumen era correcto.

– Falta una consideración – dijo Martin, el compañero de Jacques que estaba en la cubierta cuando atacó la ballena. – Las corrientes.

– Cierto – dijo Mike – ¿Tienen un simulador?

– Sí, claro – respondió Martin y les indicó la mesa electrónica de mapas en el interior del puente de cubierta.

Martin movió las manos sobre el cristal de la mesa y un perfil del mar en suaves colores azules apareció bajo sus dedos. Introdujo el peso del batiscafo y las coordenadas de dónde cayó e inmediatamente se dibujó una trayectoria curva que les marcaba el punto estimado del fondo donde acabaría llegando.

– De acuerdo, enviaremos al robot. Vamos a ponerle mi cerebro, Mónica – dijo Mike dirigiéndose a la tecnóloga.

– ¿Tienen aquí una unidad robot con cerebro humano? – preguntó Martin asombrado.

– En el hidroavión – respondió Mike sonriente. – Dentro de un momento voy a engordar novecientos kilos.

– ¿Puedo acompañarles? Me encantaría ver el proceso – pidió Martin.

En los minutos que duró esta breve reunión de emergencia, los pilotos automáticos del Piccard IV, del hidroavión y de una boya que habían lanzado inmediatamente tras la caída del batiscafo, habían ido corrigiendo la deriva causada por el movimiento del mar y del viento, encendiendo unos pequeños motores a tal efecto y manteniendo la posición según los GPS de cada uno. Con diez mil metros de agua por debajo, no había cadena lo suficientemente larga para tirar un ancla, ni barco que pudiera transportarla.

Los tres encargados de emergencias, junto con Martin, volvieron al hidroavión para programar al robot y lanzarlo.

Mientras tanto, en el interior del batiscafo, completamente a oscuras y en silencio, Jacques seguía descendiendo a razón de un metro por segundo. Rezaba para que el impacto con el lecho marino no rompiera la estanqueidad del habitáculo.

 

— * —

 

Como científico, Martin estaba impresionado con el robot de cerebro humano. Le llamaban RUHB, por sus siglas en inglés. Medía unos dos metros de alto y tenía forma completamente humana. En realidad más que un ser humano, parecía el esqueleto de un ser humano. Todo estaba a la vista, los cables, los tubos hidráulicos, los servomotores. Permanecía inmóvil en la parte trasera del hidroavión, amarrado al suelo y a dos tubos verticales situados justo en el eje central del aeroplano.

Mónica cogió un casco oscuro de entre los accesorios que se encontraban cerca del robot y se lo pasó a Mike.

– ¿Cómo funciona exactamente esta maravilla? – preguntó Martin con curiosidad.

Mónica le sonrió mientras conectaba unos cables entre el casco de Mike y la parte de atrás de la cabeza del robot.

– Bueno, es un robot como todos los demás, pero en vez de llevar inteligencia artificial funciona con una copia cerebral humana – le explicó Mónica.

– Impresionante – respondió Martin observando al robot detalladamente de arriba abajo. – ¿Y cuánto ocupa una copia cerebral?

– 1,5 terabytes cúbicos – respondió Mónica mientras insertaba con un clic la ficha de conexión en el casco de Mike. – Ponte el casco Mike, voy a encenderlo.

Eran las seis de la mañana, Jose permanecía apoyado en la puerta lateral del hidroavión, que habían dejado abierta porque la temperatura era excelente. Olía a mar abierto, ese olor húmedo, mezcla de sal y algas frías.

Aparte de los ruidos metálicos que hacía Mónica en el interior del aparato, en el exterior sólo se oía el chapoteo del agua cuando las olas de la superficie chocaban regularmente con el casco del hidroavión, meciéndolo.

– Eh – dijo Jose – si os dais prisa puede que Mike alcance el batiscafo antes de que choque contra el suelo.

– Totalmente cierto – dijo Mike, y en sus gestos se imprimió un acento más apresurado del que tenía hasta hacía un momento. Se calzó el casco y Mónica tocó con los dedos los controles sobre la lisa superficie. Al instante aparecieron unas cifras y barras de progreso en el frontal del casco que indicaban que la copia cerebral se había iniciado.

Mike conocía el proceso, lo había hecho muchas veces, de manera que se agarró a uno de los tubos verticales a los que estaba amarrado el robot, para no perder el equilibrio, cerró los ojos e intentó no pensar en nada en concreto. Las cifras, iluminadas en blanco azulado, alcanzaron el valor 1,67 TB3 en poco más de dos minutos.

– La copia ha terminado, Mike – dijo Mónica – Vamos a encender a RUHB.

Mike se quitó el casco, dio un paso atrás y se quedó mirando al robot aún inmóvil. Siempre era sorprendente ver al robot ponerse en funcionamiento exactamente con los mismos gestos y movimientos que hacía él. Era como un mimo perfecto.

RUHB abrió los ojos y lo primero que hizo fue agarrarse a uno de los tubos verticales con su metálica mano izquierda. Todavía sentía en el paladar el sabor del zumo de multifrutas que se había tomado un rato antes.

– ¿Cómo te encuentras RUHB? – preguntó Mónica siguiendo el protocolo de chequeo.

– Bien, Mónica, creo que la carga se ha hecho correctamente, siento que está todo en su sitio – respondió RUHB con la misma entonación y estilo con que lo hubiera hecho Mike, pero con un timbre distinto. Con el tiempo, el equipo de emergencias había decidido configurarlo con una voz distinta a la de Mike porque les resultaba raro que ambos hablaran exactamente igual.

Mónica cogió una varilla metálica y golpeó secuencialmente los pies, las piernas, los brazos, los hombros, la cara y la espalda de RUHB para comprobar que su sensorialidad estaba bien conectada.

– Todo OK – dijo RUHB – Veo, oigo y siento todo correctamente. Pongámonos en marcha inmediatamente, por favor, vamos a intentar que Jacques no toque el suelo.

Martin estaba extasiado viendo a RUHB hablar, comportarse y moverse exactamente como lo hacía Mike, con la diferencia de que se notaba que RUHB era una máquina con fortaleza de máquina. Martin no conocía los detalles, pero estaba seguro de que ese robot era capaz de mover con facilidad cientos de kilos.

Jose ya estaba sentado en la cabina del piloto, puso la hélice en marcha y movió el hidroavión unos cientos de metros en la dirección adecuada para que la inmersión de RUHB fuera lo más corta posible. Una vez alcanzado el punto que indicaba el GPS, paró el motor y pulsó el control para abrir la compuerta de carga trasera. Con un ruido de servomotores, la plancha de la compuerta bajó hasta tocar con el filo la superficie del mar.

RUHB se dio la vuelta, cogió una caja de acero que había en el suelo y se la encajó en el abdomen con destreza.

– ¿Qué lleva esa caja? – preguntó Martin.

– Material de salvamento submarino de gran profundidad, fundamentalmente cables finos de titanio y globos auto inflables compactados al vacío – contestó Mike.

A cada paso que daba RUHB, el hidroavión se movía como si fuera un pequeño bote amarrado al pantalán del puerto.

– ¿Cuánto pesa? – preguntó de nuevo Martin.

– Ochocientos kilos – respondió Mónica.

RUHB caminó por la leve inclinación de la plataforma haciendo que ésta se sumergiera un metro entero. Sus pasos sonaban contundentes pero no metálicos, debía llevar algún tipo de suela de caucho. Sin detenerse ni girarse, rebasó el borde y desapareció en el agua con la fuerza de sus ochocientos kilos de peso, dejando en la superficie un burbujeo que desapareció a los pocos segundos.

 

— * —

 

En los primeros momentos de la inmersión, RUHB encendió todas las luces que llevaba, creando una esfera iluminada a su alrededor. Conectó las hélices incorporadas en las plantas de los pies y se giró apuntando la cabeza hacia abajo. Como la presión empezó a aumentar rápidamente, se llevó la mano metálica a la nariz para soplar y destaponar los oídos. Sabía que el robot no lo necesitaba, pero Mónica le había dicho que podía hacerlo sin problema, que el software reconocería el gesto y le proporcionaría la sensación en los oídos que él quería.

Tanto las luces, como las hélices, como todo lo que tenía el robot se habían incorporado a la sensorialidad de la copia de su cerebro, de manera que sólo tenía que ordenar mentalmente que se conectaran para que lo hicieran al instante. Él sentía que todo eso formaba parte de su cuerpo de robot.

Sus luces iluminaban el agua como una inmensa extensión vacía, habitada sólo por pequeñas motas de plancton que brillaban momentáneamente frente a él mientras descendía a toda velocidad.

Superpuso a su visión la información de la trayectoria que tenía que seguir. Una línea azul translúcida que apuntaba curvadamente hacia abajo como la pendiente de una montaña rusa infinita. En los datos numéricos podía leer que descendía a 42 Km/h y que alcanzaría el lecho marino en poco menos de quince minutos.

A unos cien metros de distancia, a su izquierda, una tortuga que buceaba por la zona pudo ver y oír, sin comprenderlo, cómo una bola de luz se sumergía a toda velocidad dejando un rastro arremolinado de plancton y algas y sonando como las hélices de los botes pequeños que surcaban la superficie del mar.

– Me quedan mil metros para alcanzar el lecho – dijo RUHB en voz alta. Automáticamente, los que estaban en el hidroavión le oyeron por los pequeños auriculares que llevaban incorporados en las orejas.

– ¿Aún no puedes verle? – preguntó Mike.

– ¿Tienes unos auriculares para mí? – preguntó Martin en voz baja a Jose para no molestar.

– Sí, cógelos de la cabina, están en un cajoncito que hay al entrar a la izquierda – respondió Jose sin dejar de prestar atención a la conversación entre Mike y su alter ego robótico.

– Conecta el sonar – dijo Mike – ¿Qué tal la presión?

– Sonar conectado – respondió RUHB – La presión duele, la verdad, creo que me has dejado muy bajo el umbral del dolor, Mónica.

– Lo estoy corrigiendo – respondió Mónica – tocando una pantalla de cristal donde aparecían los datos de funcionamiento de RUHB.

RUHB comenzó a ver detalles del fondo marino bajo él y apagó las hélices para que al llegar no levantaran el lodo del fondo. Su velocidad disminuyó bruscamente, frenado por la densa agua que le rodeaba. El sonar estaba conectado a la parte de su cerebro que procesaba el sentido de la vista, de forma que podía ver de forma especial todo aquello que estaba fuera de su alcance visual normal, como un dibujo de la realidad hecho con trazos de colores.

Podía ver la superficie lodosa y blanda del lecho marino, las ondulaciones del terreno y, a lo lejos, las altas y rugosas paredes de la fosa.

– Aún no le veo – dijo RUHB a sus compañeros mientras se posaba despacio en el fondo.

 

— * —

 

Jacques no salía de su asombro. Unos diez minutos atrás, en medio de la total oscuridad en la que llevaba casi tres horas, vio por la ventanilla redonda del habitáculo cómo le adelantaba por la derecha una luz muy rápida, como una bengala submarina. Pasó lejos, no pudo identificar qué objeto era, ni cuál era su tamaño, se hundió a la misma velocidad que iba y al cabo de un par de minutos se detuvo mucho más abajo. Entonces Jacques pudo identificar el fondo de la fosa. ¡Estaba ya muy cerca!

 

— * —

 

RUHB caminaba con cuidado por el lecho marino levantando pequeñas nubes de lodo a su paso. Algunos peces planos, sorprendidos por la luz y su presencia, cobraban vida donde antes parecía que no estaban y se alejaban del lugar aleteando despacio.

– ¿Dónde demonios debe estar? – se decía RUHB en voz baja mirando a todos lados con su visión normal y con la sonda. – Martin, ¿puedes revisar los cálculos de la posición por favor? No veo nada por aquí.

– Sí, dame un minuto, que me conecto al ordenador del barco – respondió Martin sacando una tableta electrónica del interior de su chaqueta.

Mientras tanto, Mike preguntó:

– ¿Qué tal se está por ahí abajo RUHB?

– Bueno, hace frío, el agua es muy densa, me cuesta mover las piernas y se oye como el retumbar del interior de una catedral. Te diría que incluso estoy oyendo, a lo lejos, los motores de ajuste de deriva que tenéis ahí arriba – respondió.

– Ya lo he recalculado – intervino Martin – La posición es correcta, pero he ajustado además la hora de la llegada y tendría que llegar en menos de un minuto.

En ese preciso instante RUHB miró hacia arriba y lo vio. Tan cerca que pudo ver la expresión de asombro de Jacques a través de la redonda ventanilla del habitáculo. Jacques, a su vez, se encontró dirigiéndose derecho a un robot que se encontraba de pie en el suelo marino, en el centro de un círculo de luz de al menos diez metros de radio. Cuando estaba a punto de chocar contra él, el robot giró la cabeza hacia arriba y le miró. Jacques juraría que vio una cara de sorpresa en el metálico e inexpresivo rostro.

Arriba en el hidroavión todos oyeron el impacto a través de sus auriculares y pegaron un brinco en los sitios donde se encontraba cada uno.

– ¡Wow! – exclamó Mike – ¡Le ha debido caer justo encima!, ¡qué maldita mala suerte!

– ¡Ouch! – oyeron exclamar por los auriculares – ¡Mónica, sube el umbral del dolor de las piernas por favor! Tengo un batiscafo encima.

Cuando RUHB lo vio caer sobre él lo agarró por donde pudo, intentó frenarlo y el batiscafo le hizo perder el equilibrio y lo arrastró por el suelo unos metros hasta que por fin se detuvo atrapándole las piernas. Se formó una enorme nube de lodo que era iluminada por los focos de RUHB. Todos los sonidos eran redondos y amortiguados, el de los hierros del batiscafo al chocar con RUHB y con el suelo y el de la propia voz del robot lanzando improperios.

RUHB intentó levantar el batiscafo plegando las piernas, pero no tenía un buen punto de apoyo y apenas podía moverlo.

– Oye Mónica, ¿puede morir un robot? – preguntó RUHB mientras desencajaba la caja de herramientas de su abdomen.

– No como un ser humano, pero puede ser destruido o inutilizado – respondió Mónica.

– Daisy, Daisy, dame tu respuesta… – empezó a canturrear RUHB, sin dejar de manipular la caja de herramientas.

– Hey, RUHB, ¿estás bien? – preguntó Jose un tanto alarmado al oírle cantar algo sin sentido en esas circunstancias.

– Es una canción de una antigua película de ciencia ficción – explicó Mike a Jose, acordándose él mismo de cuando Dave está retirando los módulos de memoria de HAL. – No te preocupes.

RUHB tenía la caja de salvamento abierta en el suelo junto a él. Había preparado uno de los globos de auto inflado amarrado a la parte baja del batiscafo que estaba aprisionándole las piernas. Era una bola de unos diez centímetros de diámetro, de un material blanco y suave que tenía una anilla para atar un cable, un gancho o algún otro accesorio y un cordoncito rojo para activar el auto inflado. En realidad, a esa profundidad, la bola medía dos centímetros menos debido a la presión. En eso pensaba RUBH cuando tiró del cordón rojo.

El globo se infló violentamente y escapó hacia arriba imposible de agarrar. El cable de titanio que había amarrado se tensó como la cuerda de un instrumento musical. Tanto es así que RUHB lo pulsó con el dedo índice de la mano izquierda y lo pellizcó con el índice de la derecha produciendo una nota musical baja y fantasmagórica que se prolongó durante unos segundos por la desolación de aquel lugar sumergido bajo diez mil metros de agua de mar.

La fuerza de ascensión del globo levantó el batiscafo los milímetros necesarios para que RUHB pudiera sacar las piernas y volver a ponerse de pie. Comprobó que tenía algunos arañazos en el metal pero nada roto, ni estropeado.

Rodeó el batiscafo, que reposaba tumbado de lado en el suelo, buscando la ventanilla del habitáculo. Cuando la encontró, allí estaba asomado Jacques, con cara de sorpresa pero con una sonrisa de científico ante un descubrimiento nuevo. La nube de lodo era aún tan densa que RUHB tuvo que pegar la cara al cristal para poder verle.

– ¿Se encuentra usted bien? – gritó a través del grueso cristal.

Jacques oyó la pregunta muy débilmente, pero lo suficiente como para asentir y que el robot pudiera verle.

A continuación RUHB fue atando estratégicamente las pelotas de globos comprimidos y, cuando tuvo atadas doce o trece, comenzó a tirar de los cordones de manera que el batiscafo recuperase su horizontalidad antes de comenzar a ascender.

El resto es historia.