Atravesar el bosque

Josh podía rodear el lago para llegar al otro lado del bosque, pero eran ocho kilómetros, en vez de los dos que suponía cruzarlo. Miró alrededor, la mañana era clara, el cielo estaba despejado, casi no se movía una hoja en los árboles, pero se trataba de cruzar el bosque de Arf, el bosque encantado.

Josh aún no había cumplido los treinta, se había criado allí y, precisamente por eso, sabía que cruzar el bosque era un riesgo que nadie se atrevería a correr.

Pensemos, se decía Josh parado en el camino de tierra que se dividía en dos. Es sólo un bosque, son árboles, pájaros, insectos, algunos ciervos, quizá algunos jabalíes. Los fantasmas no existen, los malos espíritus sólo son imaginaciones y hay una luz contra la que no cabe ninguna amenaza de la oscuridad.

Josh inspiró para darse el valor que le faltaba y tomó el camino de la derecha, directo al bosque.

Según se iba adentrando en él, las copas de los árboles se hacían más densas y la ausencia del sol refrescaba el aire haciendo que se le erizara la piel de los brazos.

Sólo son dos kilómetros, pensaba, en menos de veinte minutos estaré fuera. El camino por el que se adentraba en el bosque era ancho, de ocho o diez metros, y se levantaba por los dos lados, de manera que la base de los árboles se hallaba a poco más de un metro de alto del suelo. Crecían muy juntos uno al lado del otro y, en el silencio reinante, se oían crujidos de ramas y hojas tras ellos.

Josh pensaba en la vista de satélite de esa parte de la región, el bosque sólo era una agrupación verde de copas de árboles con forma arriñonada, situada junto al lago de color verde oscuro. Si un satélite lo veía todo desde arriba, ¿qué miedo podía tener?

Mientras pensaba esto, la luz fue menguando paulatinamente. Josh sintió el pellizco del miedo en las tripas. ¿Por qué mengua la luz? No había ni una nube cuando he entrado en este maldito bosque. Y entonces recordó con terror que justamente ese día iba a haber un eclipse total de sol. No puede ser, no puede ser, ¿cómo he podido olvidar algo así?

Comenzó a correr de vuelta a la entrada del bosque, pero si sólo es un bosque, pensaba. Sentía un sudor frío en la nuca, cada vez estaba todo más oscuro, el camino por el que tan fácilmente había entrado caminando estaba ya tan oscuro que no veía a más de diez metros de distancia. Tuvo que dejar de correr.

¿Cuánto dura un eclipse? se preguntaba mientras miraba alrededor sin ver absolutamente nada. Por ese desplazamiento de percepción que se da en el cerebro cuando uno de los sentidos falla, al prescindir de la vista todos los sonidos ganaron en intensidad. Oía más crujidos de ramas que antes, y más cercanos.

Sólo es un bosque, sólo árboles, insectos… Se sentó en el suelo de tierra a esperar que volviera la luz, con las piernas encogidas y rodeándolas con los brazos, la cara cerca de sus rodillas. Entonces oyó pasos que se acercaban a él. ¡Pasos! Comenzó a temblar ostensiblemente pero guardó todo el silencio que pudo. Los pasos se detuvieron muy cerca de él, notaba la presencia de algo, o de alguien. Fuera lo que fuera, no emitía ningún sonido, ninguna respiración, ningún roce.

Alargó el pie izquierdo lentamente en la dirección en la que se había detenido lo que se había acercado a él. Nada, vacío. Movió la pierna a un lado, a otro… ¡y su pie tocó algo!

Con la velocidad que imprime el terror, se levantó de un salto y salió corriendo en dirección contraria, pero antes de haber dado dos zancadas algo le agarró de la camisa y en dos segundos se encaramó a su espalda haciéndole perder el equilibrio y cayendo de bruces al suelo.

Se levantó de nuevo e intentó quitárselo de encima dando codazos y alargando las manos hacia atrás para agarrarlo. Tocó una piel caliente y áspera como el tronco de un árbol. Agarró el brazo de lo que fuera y tiró fuertemente para librarse de él, al instante notó unos dientes sobre su mano y un dolor imposible le recorrió el cuerpo. Ya no tenía dedo meñique. Gritó y gritó y gritó mientras seguía luchando con lo que le apresaba por la espalda. Su propia sangre le salpicaba la cara con cada movimiento de la mano incandescente.

En uno de los intentos consiguió librarse del monstruo y pudo salir corriendo de nuevo hacia donde suponía que estaba la entrada por la que había accedido al bosque.

¡Salió!, ¡salió!, aun así, siguió corriendo por lo menos doscientos o trescientos metros hasta que se sintió suficientemente lejos del horror. Se giró jadeando, llorando y gritando y, en la penumbra cada vez más iluminada a medida que se terminaba el eclipse, vislumbró allá en la entrada del bosque una silueta en la que brillaban dos ojos de aspecto más humano que animal.

Resguardó la mano herida unos instantes debajo de la axila del otro brazo y apretó con fuerza los dientes y los ojos cerrados. Cuando los volvió a abrir ya había bastante más claridad y no había nada a la entrada del bosque. Se giró para volverse andando al pueblo de donde había venido y ¡SE DIO DE BRUCES CONTRA EL MONSTRUO!

RUHB

Un RUHB es un robot con un cerebro artificial cargado con la copia del cerebro de una persona humana.

– ¿Qué sientes Meniel? – preguntó su compañero poniendo una mano sobre el suave metal del hombro del robot.

– Me asfixio un poco, es como si no pudiera respirar – respondió el robot arrodillado con la cabeza inclinada como si fueran a nombrarlo caballero del reino.

– Bueno, es que realmente el robot no necesita respirar, pero si lo intentas tendrás la sensación de que inspiras y espiras con normalidad.

Meniel se incorporó y miró a los lados. Se sentía imponente.

Dando vueltas

El astronauta gira sobre sí mismo sin control. Si cierra los ojos no siente el movimiento, pero al abrirlos ve el universo entero dando vueltas tras su escafandra. En cada vuelta Saturno aparece y desaparece. Entra por arriba y sale por abajo.
Ahora toca morir. Ser astronauta es arriesgado, siempre lo ha sabido, pero saber que le quedan unas horas de vida le coge por sorpresa. Piensa en lo que estaba haciendo dentro de la nave antes de salir a reparar un panel, simplemente comer una manzana y leer un libro.
Una mano (?) le toca el hombro.

Reflexión desde Marte

– Sí, es impresionante estar aquí y ver en el cielo nocturno el punto azul de la Tierra, pero en realidad esto no tiene mucho sentido – le dijo Josh a su compañero mientras miraba a través del techo transparente del invernadero.

– Pero ¿cómo dices eso, hombre? – le respondió con sorpresa su compañero.

– Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí a diez personas y montar este pequeño hábitat en este lugar inhóspito, se podría haber montado un pueblo entero en cualquier desierto de la Tierra para mil personas.

– Sí, pero esto mola más.

Cazando al dragón

El guerrero estaba agazapado en una pequeña cueva de la pared rocosa. Asomó la cabeza lentamente y miró hacia abajo. Se veía la cabeza del dragón, moviéndose primero a un lado y después a otro, vigilando por si había más hombres cerca. Al guerrero le llegaba el olor de la carne de sus compañeros ardiendo, tendidos inertes a los pies del dragón.
Tenía dos opciones, huir de allí lo antes posible o intentar matar al dragón él solo donde quince hombres juntos no habían podido.
En absoluto silencio saltó desde el hueco apuntando la espada hacia abajo.

Pánico

Se acababan de casar en una oficina de matrimonios de Nueva York. Bueno, en realidad no habían conseguido casarse, porque el funcionario les dijo que tenían que presentar el formulario relleno en el plazo de veinticuatro horas. Pero era como si fuera el día de su boda. Ella se había enfadado muchísimo por no poder casarse justo cuando quería. Un enfado de niña pequeña.

Estaban atascados en el viejo montacargas que subía a su piso. Él tenía los ojos vendados porque un rato antes le había caído formaldehído accidentalmente. Ella seguía enfadada como una niña chica. El montacargas no parecía que se fuera a caer, pero hacía unos ruidos feos. Con un gesto de resignación, se levantó las gafas y se quitó la venda húmeda, lo veía todo turbio. El montacargas se había parado entre dos pisos, de manera que se encaramó al borde del piso de arriba, que tenía más sitio para salir que el piso de abajo, abrió la puerta y volvió a descolgarse para ayudarle a ella a subir. Pero ella no quería subir primero, estaba asustada y le decía que subiera él y que le ayudara desde arriba. Él insistía, pero al final, por no discutir de nuevo, subió y, agachado desde el suelo del pasillo, le tendió la mano y la urgió a subir. El montacargas seguía haciendo ruidos como si realmente se estuviera rompiendo del todo y fuera a descolgarse. Ella se agarró a sus brazos, trepó y consiguieron tumbarse en el suelo del pasillo justo a la vez que el mecanismo se desmontaba por completo y la caja del montacargas se precipitaba al vacío arrastrando cables y maquinaria tras ella.

Los dos sonreían y jadeaban aún en el suelo, él apoyado en la pared del pasillo y ella tumbada bocabajo con la cabeza sobre el pecho de él. Entonces ella deja de moverse y se le vuelven los ojos, él se da cuenta de su desfallecimiento y la llama por su nombre moviéndole un hombro, y una segunda vez más insistentemente, sigue viéndolo todo muy borroso. Mueve la mano a tientas por el cuerpo de ella bajando por la espalda y la cintura y cuando llega a las nalgas se da cuenta de que ya no hay nada allí, sólo un torrente de sangre muy caliente. El montacargas ha cercenado su cuerpo al caer.

Él comienza a gritar como loco, a gritar, a gritar cada vez más, es el horror, es el miedo, es la mitad del cadáver de su amada inerte sobre su cuerpo….

El corazón me late acelerado y tengo que parar la película pulsando la barra espaciadora. Tengo toda la piel erizada.

Son más de las tres de la madrugada, estoy viendo la película sentado en la cama recostado contra la pared. Tengo el portátil al lado de la pierna y todas las luces apagadas.

Hoy estoy sólo en casa, mi mujer ha salido con las amigas y reina un silencio absoluto. La puerta de la habitación está abierta y sólo se ve oscuridad a través de ella. Oscuridad y la silueta de la barandilla de la escalera. Me levanto de la cama despacio y voy descalzo hasta la puerta para cerrarla. Se me erizan aún más los vellos de la piel. El único interruptor de la luz está justo al lado de la puerta, lo pulso y la claridad me molesta un instante a la vista acostumbrada a la penumbra de la habitación, que está iluminada sólo por la pantalla del ordenador.

El picaporte de la puerta chirría cuando lo bajo para cerrarla. Con la puerta ya cerrada y con los fantasmas del otro lado, apago de nuevo la luz y voy de vuelta a la cama para continuar viendo la película. En el mismo instante en que me siento en la cama, el picaporte comienza a moverse hacia abajo, despacio, chirriando igual que cuando lo he movido yo.

Me da tal ataque de pánico, que sin querer le doy con la mano a la barra espaciadora, porque justo estaba a punto de darle. Entonces el protagonista de la película comienza a chillar aterrorizado porque su mujer está muerta y mutilada sobre él y yo, en un acto reflejo, empiezo a gritar también como loco, encojo las piernas en la cama como queriendo alejarme de la puerta más de lo que estoy, busco nerviosamente a tientas el móvil para iluminar la habitación, pero como no dejo de mirar el picaporte que sigue bajando, lo que consigo es tirarlo al suelo. Grito cada vez más, creo que me voy a mear encima.

El picaporte llega hasta abajo y la hoja de la puerta comienza a abrirse lentamente.

El Mal – Capítulo 12

Llevan unos minutos en silencio mientras el todoterreno se desplaza por la carretera oscura alumbrando con sus faros las líneas de la carretera y los arbustos dispersos que hay a los lados.

– La loca ésa me ha dado un mordisco tremendo – dice el conductor llevándose la mano con cuidado a la mejilla izquierda. Su compañero mira fijo al frente, ensimismado.
– Oye tío, ¿te encuentras bien? No hagas cosas raras que te juro por dios que vas abajo del coche ¿eh?

Su amigo gira la cabeza muy serio hacia él y sólo dice:

– Uhum.

El conductor presiente que algo no va bien, quizá lo que le ha contado de que estaba reteniendo a lo que fuera que se le ha metido dentro no era verdad, o quizá… Se queda petrificado durante una fracción de segundo, porque su amigo, o lo que era su amigo, ha movido el brazo izquierdo velozmente hacia él y le ha incrustado el dedo índice en el oído derecho tan profundamente que los nudillos le han golpeado el pómulo. En el segundo en el que eso sucede siente un dolor como nunca hubiera imaginado que podía sentir, el dolor le traspasa la cabeza, los ojos, la lengua, el cuello, el cuerpo entero está conectado con ese dolor inmenso. Al segundo siguiente sufre un espasmo que le hace estirar los brazos y las piernas como si tuvieran un resorte en las articulaciones. Eso hace que el todoterreno se desvíe de inmediato hacia la izquierda, cruzando el carril contrario y saliendo al campo por el que sólo un rato antes se salió el coche de la primera víctima del ser.

El vehículo no iba muy deprisa y, como tiene buena estabilidad, no llega a volcar, simplemente va pegando saltos sobre el accidentado terreno y, en una casualidad imposible, acaba chocando contra el coche que permanecía volcado tras el accidente anterior.

En la violencia del impacto el cuerpo del conductor, inconsciente desde unos segundos antes, y el cuerpo de la niña, intentan salir despedidos hacia adelante pero los cinturones de seguridad lo impiden. A la niña la amarraron con los tres cinturones del asiento trasero antes de ponerse en marcha. Saltan los airbags delanteros y entonces ocurre algo sorprendente, el cuerpo del muchacho que ahora es el huésped del ser se vuelve levemente incorpóreo y, en vez de quedar retenido por el cinturón y el airbag, se sale del coche atravesando el cojín blanco, el salpicadero que ahora está abierto y roto, el parabrisas rajado, y la parte delantera del vehículo. Después pasa a través del otro coche y termina revolcado por las hierbas y el suelo de tierra diez o quince metros más allá.

El ser en el interior mira la oscuridad de la noche a través del ventanuco de la mirada de su huésped y grita salvaje y agitadamente con algo parecido al placer. No sólo se ha deshecho de la mordaza que le había retenido durante un rato, sino que además se ha integrado de tal manera con el cuerpo del muchacho que ha conseguido traspasarle una de sus características, el volverse inmaterial.

El Mal – Capítulo 11

El coche ya no está donde él lo había dejado, en medio de la carretera. Está bien aparcado en el arcén con las luces interiores y exteriores encendidas. Su amigo está dentro, en el asiento del conductor, sujetándose la mejilla izquierda con un trapo mientras con la derecha manipula un teléfono móvil. El muchacho va percibiendo todo esto a medida que se va acercando al coche. Su amigo levanta la vista de vez en cuando y mira alrededor pero todavía no le ha visto.

A medida que va andando tiene la absoluta certeza de que son tres los que se dirigen al coche, la niña, él y alguien más. Es una sensación tan nítida que casi siente que ese alguien camina a su izquierda y tiene la altura de un niño. De vez en cuando mira pero no hay nada allí. Y eructa todo el rato. Lo que sea que tiene dentro le produce gases.

Una de las veces que su amigo levanta la cabeza del móvil, le ve. Ve una sombra oscura que carga en brazos con lo que parece la niña loca en camisón que le atacó y a su lado parece que camina también algo grande y oscuro, quizá un perro muy grande o un enano, no puede apreciarlo. Están como a veinte metros del coche, en la parte de delante, como si vinieran del bosque que está tras ellos. Pero toda esta percepción dura sólo un segundo, porque al segundo siguiente está tan aterrado de lo que ve que pone el coche en marcha con una mano temblorosa como la de un enfermo de Parkinson, pisa el acelerador a fondo y el coche, que es un todoterreno, sale disparado hacia adelante haciendo rechinar sus grandes ruedas.

Cuando pasa velozmente a la altura de los que se acercaban al coche tiene ocasión de oír la voz de su amigo gritando su nombre y pidiéndole a gritos que detenga el coche.

– ¡Y una mierda! – grita histéricamente. Pero acto seguido pisa el freno con un temblor inaudito de su pierna derecha y mira hacia atrás desde su asiento.

Efectivamente lo que iluminan las luces traseras es su amigo con la ropa rota por todos lados llevando en brazos a la niña del camisón que tiene un aspecto horrible, toda manchada de sangre y tierra.

Abre la puerta del coche y saca el cuerpo apoyándose en el techo, pero mantiene dentro las piernas porque es incapaz de dar un paso fuera, del miedo que tiene.

– ¡Eh tío!, ¿eres tú? – grita con voz nerviosa.
– Sí, sí, soy yo, espérame, no me dejes aquí, por dios.
– ¡Espera, espera, quédate ahí, que da miedo verte! – le dice extendiendo el brazo e indicándole con la mano abierta que se detenga.

El muchacho se detiene con la niña desmayada en brazos y ve cómo su amigo baja muy despacio y da unos pasos en su dirección, sin dejar de tocar el coche, que de alguna forma es lo que para él traza la línea entre la vida y la muerte. Escapar como un rayo en su coche o morir allí. Eso siente.

– ¡Háblame tío! – le dice mientras da un paso más hacia él – ¿Qué haces con esa loca en brazos?
– Tengo algo dentro – le dice su amigo desde donde está parado.
– ¿Cómo?, ¿cómo que tienes algo dentro? – está a punto de darse la vuelta, subir al coche y salir de allí como un cohete. La cara le duele horrores, huele mucho a sangre y nota todos los sitios del cuello, del pecho y del abdomen hacia abajo donde se le ha ido secando.
– La niña está bien, creo que no está loca, sino que tenía algo dentro que la poseía.
– ¡Pero qué mierda me estás contando! – le grita el amigo desde donde está, ya a un par de metros por detrás del coche.
– Mira tío, te lo cuento tal como lo he visto, lo que fuera que tuviera la niña dentro ahora está dentro de mí – y suelta un sonoro eructo que intenta retener sin conseguirlo.
– No seas cerdo, tío. Pero ¿cómo es posible?, pero, pero… ¿te has vuelto loco tú también?
– Escúchame atentamente, algo terrible se ha metido en mi interior, lo ha hecho a través de la cara, me ha dolido como no te puedes imaginar y de alguna forma que no soy capaz de explicarte sé que lo tengo apresado. Pero también sé que no voy a aguantar indefinidamente esta tensión y no sé qué va a pasar cuando ya no sea capaz de retenerlo más.

Los dos amigos, desde la distancia que les separa, se quedan mirándose en silencio durante unos segundos intentando decidir qué hacer.

– Venga joder, súbete al coche y vamos a ver qué hacemos – le dice por fin dándose la vuelta y volviendo hacia el asiento del conductor – Y te juro por dios que como me pongas una cara rara te tiro del coche en marcha de una patada.

Al oír a su amigo, el nuevo huésped del ser se acerca al coche de una carrera, abre la puerta del asiento trasero y deja a la niña allí tumbada con suavidad. Cierra de un golpe, se sube a su asiento delantero, cierra la puerta y se queda mirando a su amigo que ha observado todos su movimientos en silencio pero sin dejar de temblar y sujetando de nuevo un trapo sobre la mejilla izquierda.

Está bien – dice el conductor. Apaga las luces del interior del vehículo y de nuevo todo se vuelve oscuridad, excepto lo que alumbran los faros del coche – vamos a ver qué hacemos – arranca el motor, hace que el todoterreno gire en la carretera y emprende el camino de vuelta por el que habían llegado hasta allí.

El Mal – Capítulo 10

El búho hace un gesto repentino hacia la cara del muchacho y se queda a unos pocos centímetros. El muchacho no tiene mucho espacio para moverse, un pie en una rama y otro en la de al lado. Todo sucede en dos o tres segundos, el búho se introduce en su cara, violentamente, y el muchacho en un gesto que había calculado sólo un momento antes se agarra con las dos manos a una rama y se deja caer quedando colgado de ella. El dolor que siente en la cara y en el interior del cuerpo es intensísimo. Grita con todas sus fuerzas pero lo que sale no es su voz de siempre, es algo que no es suyo, un sonido feo y terrible. Entonces suelta la rama y se deja caer, son sólo cuatro o cinco metros, pero en un último atisbo de consciencia sabe que se puede hacer daño.

Mientras va cayendo, los restos translúcidos del búho terminan de introducirse en su cara a través de la piel, a través de los ojos, de la boca, de la nariz… Cae de pie, eso amortigua el golpe, pero sus piernas están flojas y termina golpeando fuertemente el suelo con el cuerpo y con la cabeza. Aunque así lo creía, no ha perdido la consciencia, al contrario, siente lo que está ocurriendo y, al igual que la niña, su primera reacción es agarrarse la cara para intentar tirar de ella y sacarse al ser que se le ha metido dentro, pero en vez de hacer eso, se encoge sobre sí mismo, en posición fetal, tumbado en el suelo en medio de la oscuridad e intenta sentir qué está pasando en su interior.

El ser vuelve a tener ese espacio metafísico de oscuridad total con una abertura rectangular por donde puede ver el mundo exterior a través de los ojos del muchacho. Se revuelve histérico intentando tomar el control del nuevo huésped, quiere que se levante, que corra, que haga daño y que se haga daño y lo quiere ¡YA! Entonces algo inmaterial le apresa, le aprieta, le retiene, le amordaza. El ser siente terror, siente ira, se hincha con una fuerza destructiva e incontrolable y sin embargo, la mordaza que le retiene, tiembla un poco pero no cede, ¡NO CEDE!

El muchacho sigue en posición fetal y respira agitadamente, como lo hacen las parturientas cuando están a punto de dar a luz. Tiene los ojos semiabiertos, los abre del todo y deja de respirar unos segundos. Sufre una convulsión, como si le hubieran dado una patada en el abdomen, pero tensa todos los músculos y la contiene.

Sabe que tiene dentro algo maligno y sabe que lo tiene apresado, como un cazador que ha agarrado al animal por el sitio adecuado y, a pesar de los intentos por escapar, la llave hecha con los brazos y las piernas lo inmoviliza por completo.

Entonces se sienta en el suelo de tierra y mira a la niña que yace inconsciente unos metros más allá. Eructa con una fuerza descomunal. Necesita expulsar lo que tiene dentro pero no sabe cómo hacerlo. Ahora entiende lo que le pasaba a esa pobre chica. Ahora entiende y siente por ella una compasión sin límites.

Apoya la mano derecha en el suelo e intenta levantarse poco a poco. Le duelen los pies y las rodillas. Muy lentamente consigue ponerse en pie, se apoya en el árbol un momento y camina hacia la pequeña del camisón. Se arrodilla junto a ella, pasa el brazo izquierdo por debajo de sus omoplatos y el derecho por debajo de las piernas. Con un gesto paternal, se incorpora despacio, tanteando los dolores de su cuerpo y acuna a la niña contra su cuerpo para repartir bien su peso.

Está viva, respira muy flojito, pero lo hace.

Con pasos lentos comienza a caminar en dirección al borde del bosque, en busca de la carretera, del coche abandonado y de su amigo inconsciente.

El Mal – Capítulo 9

El muchacho tiene la cara desencajada. Está todo demasiado oscuro, no puede ver cuáles son sus posibilidades de escapar, no ve todas las ramas de la copa y mucho menos los árboles de alrededor.

La niña, con cierta dificultad porque su pequeño cuerpo no sabe, va reptando tronco arriba poco a poco, sin dejar de mirar al muchacho que le grita, ¡vete!, intenta moverse un metro más lejos de ella, un centímetro más, ¡veteeee!, ¡fueraaaaa!

La niña llega por fin a la parte alta del tronco donde empiezan las ramas, si alarga el brazo puede agarrar por el tobillo al aterrado chaval. Y lo hace, alarga el brazo en un movimiento veloz y agarra la zapatilla. El muchacho patalea tanto como puede sin perder el equilibrio y jadea, gime de miedo. Entonces sucede algo inesperado, a la niña se le acaban las fuerzas e igual que le ocurre a los aparatos que se quedan sin batería, se apaga, los ojos se le vuelven blancos al voltearse hacia arriba dentro del párpado, pierde fuerza en los brazos y las piernas y cae hacia atrás árbol abajo.

Cuando la niña choca contra el suelo el ser que hay en su interior entiende que ha perdido el control que tenía sobre ella. Todo es oscuridad a su alrededor, ya no está abierta la ventana rectangular por la que miraba. Se vuelve hacia el interior de la niña, como buscando un pasadizo, una puerta, hace un esfuerzo incomprensible para un ser humano y escapa de ella.

El muchacho se ha quedado mudo durante los dos segundos que ha tardado la niña en volar hacia abajo camino del suelo. Cuando comprueba que no se mueve en absoluto grita de alegría, es una alegría de presa que ha escapado de su depredador, una alegría salvaje. Tiembla de puro miedo, de emociones incontrolables, le tiemblan los brazos y las piernas, comienza a sudar copiosamente. Entonces, cuando está buscando la mejor manera de bajar de allí siente una brisa suave en la nuca, diría que incluso oye una especie de gemido. Gira rápidamente la cabeza y lo que ve le deja de nuevo sin habla. Detrás de él hay un búho translúcido del tamaño de una maleta de viaje grande. Es demasiado grande para ser un búho de verdad, pero sobre todo es demasiado irreal para ser un búho de verdad. Emite una tenue luminosidad y puede ver a través de él algunas de las ramas del árbol. Huele a pelo quemado.