Nadie Sabe Nada

Solo os escucho mientras conduzco, así que después de cuatro meses he oído los 80 programas que habéis hecho. Y, efectivamente, me habéis convertido en mejor persona. Pensad que, además, me habéis convertido en un monstruo porque siempre me estoy partiendo de risa mientras CONDUZCO!! Los demás conductores se suelen quejar a la policía: «agente, agente, que me he colado de mala manera en aquella rotonda por delante de aquel tío, no se ha cagado en mis muertos y no para de reírse!!» En fin, os estoy muy agradecido también por otra cosa: como seguramente no sabréis, el cerebro está diseñado para concentrarse sólo en una tarea a la vez. El concentrarme en vuestras maravillosas conversaciones me ha aliviado de mis propios demonios con tanta efectividad, que realmente creo que deberían recetaros como terapia en casos de estrés, angustias y ataques de pánico  : )

Un muy cordial saludo.
Paco.

Muerte prematura

Yo ya sé que me muero. Los médicos me lo han dicho. Estoy en el hospital, en una cama que tiene las sábanas desordenadas porque mi inquietud no las deja en paz. Me han hecho una transfusión completa de sangre y he pasado por diálisis dos veces en los últimos tres días, pero no hay nada que hacer, el veneno se ha metido en mis tejidos y me ha dañado casi todos los órganos. Por algún motivo el cerebro permanece intacto y no me queda más remedio que asistir a mi muerte plenamente consciente de lo que está pasando.

Mi mujercita no para de llorar, la pobre. Yo tampoco puedo evitar hacerlo cada dos por tres. Es tan injusto. Ha dejado a las niñas con los abuelos. Estábamos de excursión y algo me picó en la palma de la mano. Ni siquiera pude ver qué fue. No sé si planta o animal. Los médicos dicen que la toxina me matará mucho antes de que averigüen qué es.

No tenemos ni cuarenta años, dios mío. Y llevamos quince años casados. Un muerto de menos de cuarenta y una viuda de menos de cuarenta. Qué crueldad. Quizá parecemos un matrimonio normal, pero ella dormía desnuda crucificada sobre mi cuerpo cuando empezamos a dormir juntos, como si fuéramos el Vitruvio de da Vinci, y yo conducía trescientos veinte kilómetros para ir a tomarme un zumo a la provincia donde vivía ella. Y cuando vamos a los sitios donde hay más gente siempre hay algún gesto que nos conecta, nos acariciamos suavemente las manos al pasar uno al lado del otro, o por debajo de los manteles si estamos sentados, o nos enviamos besos furtivos que sólo vemos nosotros.

No nos hemos soltado de la mano prácticamente en ningún momento de los últimos días. Nos miramos con los ojos enrojecidos sin saber qué hacer, a pesar de que nuestros cuerpos lo saben perfectamente. El mío sabe que se muere, aunque yo no quiera, con una indiferencia de materia orgánica reaccionando a un estímulo, aunque sea mortal. El suyo sabe que me estoy yendo, que se queda sin mí, que se desampara con el lento transcurrir de las horas.

Las máquinas a las que estoy conectado han empezado a pitar. Aunque no me encuentro nada bien, no hay nada que me duela en especial, supongo que me han dado los calmantes suficientes para que así sea. Vienen varias enfermeras y médicos, tocan los botes, manipulan las máquinas, a mí no me duele nada, pero noto muy raro el corazón. Creo que se está parando.

 

—¡Cariño, cariño!—exclama contenidamente mi mujer, en la oscuridad de nuestro dormitorio, mientras me zarandea suavemente el hombro—. Tienes una pesadilla, mi amor…

La pasión por escribir. 05.09.2010 13:26. 27ºC.

Yo siempre he escrito. Cuando tenía nueve o diez años escribí sobre una excursión que hicimos en familia a Valdelarco, un pueblo de la sierra de Huelva. Leí ese breve relato como veinticinco años después y seguía gustándome. Todavía era un niño, todavía no había leído ni a Cortázar, ni a Faulkner, ni a Antonio Muñoz Molina, bueno quizá a Cortázar sí, pero ya me preocupaba de que las frases fueran bellas, de que no hubiera más adjetivos de la cuenta, de que no hubiera metáforas, nunca me han apasionado, siempre me ha gustado el esfuerzo de utilizar un vocabulario tan amplio como el castellano para expresar exactamente lo que quiero expresar, sin necesidad de acudir a sustitutos. Por eso adoro a Antonio Muñoz Molina, y por eso nunca podré olvidar el “Ahí, pero dónde, cómo” de Cortázar, donde se esfuerza por describir lo indescriptible.
Estoy en una isla, pequeña, diáfana, como dice la canción de La excepción, en el Mar de Andamán. El viento sopla moviendo las ramas de los árboles y encrespando la superficie turquesa del mar que, normalmente, es plana como el agua de un lago. Y tibia.
No quiero marcharme de aquí. No por la indolencia, no por el descanso, sino porque aquí tengo el tiempo necesario para dedicarme a lo que me apasiona, leer y escribir. En una semana me he leído tres libros, no hacía algo así desde el 2000, desde que dejé la casa en la que vivía y el trabajo que tenía, para mudarme a Sevilla a verlas venir.
Dentro de poco volveré a Dhaka, a enfrentarme de nuevo al infierno textil, a las prisas, las presiones, los desastres producidos por unos trabajadores desastrosos paridos por un país desastroso. Y mira que son buenos espiritualmente. En ningún sitio como en Bangladesh he encontrado tanta calidez humana, sencilla y asequible.
Pero tengo que torcer mi vida de nuevo. El otro día le escribí a otra editorial preguntándoles si una editorial es lo que necesito para dedicarme sólo a esto, o fundamentalmente a esto, a escribir. Porque realmente no sé si una editorial es la solución. La solución para dedicarme todos los días a escribir es tan simple como “dedicarme todos los días a escribir”, ya está, pero después viene mi relación con la sociedad, después viene el casero a cobrar y no puedo pagarle con diez relatos, claro, tengo que soltarle cuarenta y ocho mil takas, o quinientos treinta y cuatro euros, si el casero se llamase Manolo en vez de Karim.
¿Qué puedo hacer? me pregunto desde hace veinte años, para despreocuparme de los caseros y preocuparme por lo que de verdad me merece la pena. La respuesta es que no lo sé, todavía no lo he encontrado. Pero sigo insistiendo. Algún día lo encontraré o moriré en el intento.
La G. dice que esta música discotequera que nos han puesto de fondo mientras tomamos el sol en las tumbonas de la piscina no es música de paraíso. Y tiene razón, la verdad.
Me voy a pedir otra cerveza Chang.