Pausa para una reflexión sobre el universo

Solo soy una mota insignificante en algún punto de esta bola azul.

Si se observa desde suficiente distancia, se ve todo inmóvil. Suficiente distancia deben ser unos cuantos miles de kilómetros. Quizá desde mil o dos mil kilómetros de altura se ve el disco completo de la Tierra y, aunque aquí haya huracanes y terremotos, desde allí arriba todo parece en calma. Quizá puedan verse ocasionales chispazos entre las nubes blancas, que seguramente tendrán formas espirales como galaxias, porque todo está metido, todos estamos metidos, en el mismo balde. A veces pienso en cuánto se parecen los remolinos que se hacen en un balde, cuando remueves el agua con un palo, a las formas que tienen las galaxias. Remolinos de centímetros contra galaxias de cientos de miles de años luz y aun así, las mismas formas.

La luna no ha salido aún y se puede ver el cielo negro plagado de estrellas. Estoy en la cara oscura del planeta. Visto desde el espacio, mi inmovilidad es doble, por la distancia y porque realmente no me estoy moviendo, aunque nada me gustaría más.

Es entonces, en medio de mis pensamientos, cuando empieza a soplar el viento. Me incorporo de un salto, manteniendo el equilibrio entre los troncos de la balsa que construí hace dos semanas ya. Oriento la vela, hecha con hojas enormes, de forma que se tense con el viento que sopla y miro las estrellas para mantener rumbo al oeste.

No sé nada de barcos, ni de estrellas, ni de vientos, pero sé que no me iba a quedar en aquella isla nada más que el tiempo necesario para averiguar cómo escapar de ella.

Puede que muera en el mar, pero habré muerto intentando vivir.