La tempestad

El mar saltaba en colores de piedras: basaltos, malaquitas, granitos, colores oscuros. Estábamos en medio de la tempestad, Ramón al timón, Jenny desmayada en el camarote interior, Cecilia desmayada en el camarote de cubierta, justo detrás del asiento del timonel, Felipe y yo luchando en la popa contra las rachas de lluvia huracanada, helada, que nos calaba hasta los huesos, dejándonos la ropa pegada y pesada sobre la piel. Felipe me gritaba instrucciones para desenganchar las cañas instaladas en largos tubos de acero, recoger rápidamente el hilo, aguantando el poderoso carrete para pescar piezas de hasta ciento cincuenta kilos, de tal forma que no girase más aprisa que el hilo que sacaba del mar. Antes había que apretar el embrague lateral para impedir que la fuerza de las corrientes tirase del sedal más que el propio carrete.

El barco escoraba peligrosamente en todas direcciones, porque las olas habían dejado de atacar solo en un sentido, y la superficie del mar se había convertido en una formación de enormes colinas agitadas y espumosas sobre la cual el barco brincaba, insignificante frente a la fuerza incontrolable de la tempestad. El cielo se había oscurecido como si fuera a caer la noche, la visibilidad se había reducido a trescientos metros, una densa niebla cubría el resto. Íbamos descalzos, la superficie de teca de la cubierta de popa impedía que resbalásemos cada cinco segundos. Hablábamos a gritos, los motores rugían, el mar rugía, el cielo reventaba en truenos que hacían vibrar los cristales de las ventanillas. Los músculos de los hombros empezaban a quemar por el esfuerzo ininterrumpido de tirar de las cañas, de los hilos, de agarrarnos donde podíamos. Ramón, desde el interior del camarote, aferrado al timón, nos gritaba que el radar estaba en blanco, señal inequívoca de que nos hallábamos en el centro de la tempestad. El peligro de seguir avanzando es que podíamos empotrarnos en el costado de un petrolero sin verlo siquiera. El peligro de parar los motores era que la tempestad podía arrastrarnos durante horas hasta que descargase toda el agua de las nubes. Girando la cabeza por encima de mi hombro izquierdo, le grité a Ramón, sin soltar el hilo de la caña que estaba recogiendo, que subiese el volumen de la emisora, por si algún otro barco nos veía a nosotros antes que nosotros a él. El GPS funcionaba perfectamente, así que sabíamos que nuestro rumbo era cuarenta y cinco grados y que a menos de veinte millas estaba la costa, puerto seguro, aunque por la emisora avisaban que era imposible amarrar porque las olas de cuatro metros rompían furiosamente contra el pantalán e impedían la entrada suave de cualquier embarcación. Dos de los aparejos que teníamos en el mar eran dos curris de cinco céntimos atados con goma elástica a los soportes de aceros de las cañas, y sorprendentemente, ambos traían presa, dos bonitos de kilo y kilo y medio, mientras que las poderosas cañas no habían pescado nada. Los peces saltaban sobre el suelo de madera, en medio de las ráfagas de lluvia. Teníamos que quitarles los anzuelos y echarlos en la nevera portátil donde había seis o siete piezas más.

Antes de embarcar, por la mañana temprano, yo desayunaba unos cereales y un café con leche, sin contar con que el café con leche es pésimo para navegar y con que se adelantaba la hora de salida por el peligro de temporal. Así que me subí al barco tragando el último sorbo del desayuno. A los cinco minutos ya estaba el café con leche y los Special K de Kellogs en el fondo del Mediterráneo, y eso que el mar estaba calmo entonces, pero pasé los primeros minutos de navegación leyendo las instrucciones del plotter para enseñarle a Ramón cómo calcular la distancia desde la posición del barco a un punto cualquiera. A continuación llegó un mensaje al móvil y cuando intenté responder me vino la primera arcada. No me gusta vomitar pero también sé cuándo es inevitable, así que me asomé por la borda de estribor y eché el desayuno, la cena de la noche anterior y una lenteja que tenía atascada desde hacía un mes. Me enjuagué la boca con agua salada y se acabó el malestar.

Sin embargo en medio de los tremendos vaivenes de las olas, del ruido, del viento, de la lluvia, me encontraba a mis anchas. Me sentía pequeño, insignificante en medio de tal despliegue de poderío, de fuerza arrolladora, pero era como si el mar estuviera haciendo lo que tenía que hacer, la tormenta su parte y yo la mía. Me sentía parte de la naturaleza que me envolvía y que podía tragarme sin ser consciente de que me tragaba.

Cuando las cañas estuvieron recogidas me detuve a contemplar todo ese paisaje de movimiento, de agua, de sal y de espuma, agarrado al pasamanos de la escalerilla que subía a la cubierta superior. Felipe fue junto a Ramón para intentar sacarle alguna imagen al radar inutilizado por la tormenta, consiguió aclarar los contornos eliminando ruido de fondo, pero tan excesivo que un barco de cincuenta metros hubiera parecido una patera en la imagen verde de la pantalla. Poco a poco la tormenta fue amainando y la visibilidad aumentó. Cuando el barco dejó de brincar, Jenny salió del camarote con la cara blanca como el papel. Cecilia, todavía tumbada en el asiento de la cabina, se sujetaba la frente con el dorso de la mano izquierda y el estómago con la derecha, los ojos cerrados. Para cuando Felipe dio por buena la imagen del radar ya podíamos ver perfectamente el pantalán del puerto, con el faro en el extremo que se adentraba en el mar.

Ya en tierra, no paraba de pensar que podría haberme caído por la borda mientras les quitaba los anzuelos de cinco céntimos a los bonitos, con lo fácil que hubiera sido cortar el sedal.