Salir a navegar

Tod mira la previsión meteorológica en la pantalla del ordenador. Mañana hará buen tiempo. Hay una pequeña borrasca mar adentro, pero está muy lejos de la costa.

Por la ventana abierta ve el pantalán del puerto meciéndose rítmicamente. Las embarcaciones amarradas producen un suave chapoteo y una brisa cálida entra en la habitación.

Para salir a navegar con motor, una vez que se entra en el barco por la popa, hay que levantar la tapa del suelo para comprobar que la parte del habitáculo donde están los dos fuera borda no está inundada ni tampoco pierden gasoil. Después hay que cruzar las puertas del camarote de cubierta y a la derecha, justo tras los cristales parabrisas, está el timón, que aunque parece un volante de coche, hay algo de sacrilegio en llamarle volante, así que es el timón.

Hay dos llaves para arrancar los dos motores fuera borda. Antes de arrancarlos hay que dar una vuelta por la cubierta y comprobar que el barco podrá salir sin dificultades de su amarre. Que las defensas están en su sitio y a buena altura para que al rozar con los barcos de los costados no se dañe ninguno.

Entonces hay que decirle a Sancho, el muellero, que desate los cabos de las cornamusas del pantalán mientras se arrancan los motores.

El primer petardeo suelta una nube negra de gasoil quemado que huele a gloria. Es el olor de los viajes, de las aventuras, del trabajo duro, de los pesqueros que van a África, de los trabajos que comienzan antes del amanecer, cuando la mayoría del mundo está aún dormido.

Sancho, que tiene la piel tostada, la barba canosa y áspera como puercoespín y los pantalones siempre arremangados, saludará mientras lanza los cabos sobre la cubierta de popa con la precisión de un jugador de la NBA. Sus manos son tan duras que puede abrir un botellín de cerveza metiendo el pulgar bajo la chapa y lanzándola por el aire con un gesto seco.

Después hay que empujar suavemente hacia arriba las palancas de potencia que están a la derecha del timón y un remolino de agua espumosa se revolverá tras la popa del barco mientras la proa comienza a salir del atracadero.

Una vez que el barco esté enfilando la bocana del puerto, habrá que encender el plotter, el radar y la emisora. Habrá ruido de estática cuando el práctico avise que el Trueno III está saliendo y las pantallas electrónicas de los otros aparatos muestren los mensajes de inicio.

Pasada la bocana, aunque sea un día tranquilo, el mar comienza a ser mar de verdad y no la calma chicha del puerto.

Tod espira por completo el aire de sus pulmones como si sus pensamientos hubieran llegado a un punto y aparte y comienza a escribir en la pantalla del ordenador:

«Papá, mamá, sé que no va a ser fácil, pero quiero salir a navegar. Ricardo me ha dicho mil veces que puedo ir en su barco cuando yo quiera y creo que ya quiero».

Entonces mueve su pupila y el dispositivo de seguimiento ocular que tiene instalado en su silla de ruedas hace que la flecha del ratón se desplace hasta el botón de enviar y, tras un rápido pestañeo, lo pulse.