Su vida

Esteban Rodríguez era un anciano tranquilo, de pelo blanco con algo de cresta, como si la moda punki de hace cuarenta años se hubiera quedado congelada en su cabello. Caminaba despacio por un sendero del Parque Norte. Las hojas de los árboles se movían de vez en cuando sopladas por una brisa cálida. Llevaba bambas blancas y sus cortos pasos dejaban en el camino el dibujo zigzagueante de las suelas.

De improviso, las huellas comenzaron a ser un poco más profundas, nada preocupante, apenas un centímetro donde antes eran de solo un milímetro, sin embargo, al avanzar un paso más y apoyar el pie derecho sobre la tierra, la bamba se hundió entera como si hubiera pisado algodón y al perder el equilibrio y echar todo el peso sobre el paso en falso, el suelo cedió por completo abriéndose un boquete de apenas medio metro de largo, por donde Esteban cayó de malas maneras.

Gritó algo y maldijo algo mientras se colaba rápidamente por el agujero golpeándose las piernas, las costillas, los brazos y la cara. En ese primer segundo ya se había roto algún hueso. Rodó muy deprisa por una pendiente de tierra y rocas mientras la poca luz que entraba por el agujero desaparecía en lo alto convertida en un punto que el polvo ocultaba.

Durante la caída algo le golpeó violentamente el pie izquierdo produciéndole un dolor inmenso que le hizo gritar con todas sus fuerzas.

En poco menos de un minuto la pendiente llegó a su fin y chocó con algo muy duro, probablemente una roca muy grande.

«Ay, Dios mío», estuvo a punto de susurrar dolorido, pero no pudo hacerlo porque un puñado de tierra le cayó en la cara tapándole por completo la boca, la nariz y los ojos.

Tosió, escupió, gritó y se sacó la tierra de encima dándose manotazos como pudo. La oscuridad era absoluta. Aparte de su respiración, solo oía el leve e intermitente crujir de los granos de tierra al rodar a su alrededor.

El pie izquierdo le dolía terriblemente. Tumbado de costado, como estaba, acerco la pierna al pecho para poder tocarse la extremidad dañada. El problema, el macabro problema, es que el pie izquierdo ya no estaba allí. Sus manos tocaron, al final del pantalón, un muñón empapado en el líquido caliente que sin duda era su sangre.

Gritó y gritó y gritó, más por terror que por dolor. Tenía tantos golpes repartidos por el cuerpo que le era imposible concentrarse solo en el dolor del pie, lo cual, de alguna triste manera, era un alivio.

El sonido de sus gritos le hizo suponer que se encontraba en un espacio de un par de metros, como el fondo de un pozo.

Sobreponiéndose al miedo y al dolor se sacó el cinturón del pantalón y, doblando la pernera izquierda hacia arriba, lo amarró todo lo fuerte que pudo alrededor del muñón para evitar desangrarse.

Extendió las manos hacia arriba, palpando la tierra hasta entender cuál era la rampa por la que había caído. Entonces, hincó el codo derecho en el suelo y, con mucho esfuerzo, giró y se incorporó hasta quedarse de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo.

Alargó la mano derecha, en la más completa oscuridad, la clavó en la tierra y a continuación adelantó la rodilla derecha unos centímetros.

¿Cómo era posible que le hubiera pasado aquello? Hacía solo unos minutos era un anciano saludable de setenta y dos años y ahora estaba bajo tierra, con un pie amputado y desangrándose lentamente. Probablemente moriría allí antes de que su familia lo echara de menos, lo encontraran y consiguieran sacarlo.

Esteban Rodríguez sabía que la muerte le llegaría algún día, pero fantaseaba con la idea de llegar a los noventa. Quince o veinte años más de vida dan para mucho. A su edad ya había visto morir a mucha gente y se imaginaba que un día le tocaría a él pasar por el mismo proceso: empezar a visitar urgencias con cierta frecuencia, entradas y salidas del hospital, hasta que una de las entradas fuera la última. Alguna infección que los antibióticos no curarían o un fallo de varios órganos importantes. Sus familiares dándole ánimos pero todos entendiendo que el momento había llegado. Y finalmente él mismo abandonándose a los efectos de la morfina y entrando en la inconsciencia. Le daba vértigo imaginarse muriendo, ¿dejarse ir para no volver? Raro, muy raro.

En el Parque Norte iba cayendo la tarde y las sombras alargadas de los árboles se confundían con el agujero que involuntariamente había abierto Esteban en el suelo.

No tenía móvil, ni mechero, nada que pudiera darle un poco de luz, le dolía todo el cuerpo, especialmente el pecho y la pierna izquierda. Poco a poco iba ascendiendo a oscuras por lo que suponía que era la vía de salida. Una mano adelante, la tierra y las piedras entre los dedos, una rodilla adelante, la otra mano adelante, la otra rodilla. Resoplaba de cansancio y de dolor.

Los pantalones, al estar sin cinturón, se le habían ido bajando y arrastraban con ellos los calzoncillos, lo que dificultaba el movimiento de las piernas. Además, cuando resbalaba, restregaba los genitales por el suelo y el dolor era insoportable.

Un montón de tierra y piedras se desprendió de algún sitio y le cayó encima llenándole la boca, la nariz y los ojos. A los dolores que sufría se había unido el del ojo derecho, que tras la avalancha notaba fofo y lleno de tierra y sangre.

Morir, vivir, una mano, otra mano, una rodilla, otra rodilla. Micro avances para seguir vivo.

Muchas horas después la mano sanguinolenta de Esteban Rodríguez asomó temblorosa por el agujero de la superficie y, cuando se tumbó boca arriba y miró el cielo estrellado con el ojo que le quedaba, pensó que el día que le llegara la muerte le encontraría prácticamente hecho un pirata, con un parche en el ojo y una pata de palo.