El peor verano de mi vida

Matías está en un pequeño pueblo de la provincia de León. Ha colgado una hamaca entre dos postes del establo, o de lo que alguna vez lo fue. Tiene el coche ahí aparcado a la sombra y su hamaca se mece de vez en cuando con una brisa que aparece a ratos y le refresca el torso desnudo. Está leyendo un libro y, mientras tanto, va comiendo pipas y echando las cáscaras sobre un bol que tiene apoyado en la barriga.

Al otro lado del patio está su hija, sentada con las piernas cruzadas en un sillón columpio tapizado con dibujos de hojas verdes. También está leyendo un libro que tiene apoyado en las piernas. Su nombre es Mila.

Matías la observa y se acuerda de aquel verano, tan distinto a éste, cuando su mujer y él se quedaron sin trabajo en aquel pueblo de Andalucía y no les quedó más remedio que pasar el verano allí. Fue diez años atrás, la niña tenía ocho años entonces.

Tenían tan poco dinero que sólo les alcanzaba para la comida. No podían encender el aire acondicionado para no gastar luz. Matías gobernaba la casa como si fuera un barco navegando en medio del infierno. El sol salía por la parte de atrás y Matías esperaba con las persianas subidas hasta que el sol comenzaba a entrar por las ventanas. Entonces arriaba las persianas sin cerrarlas del todo, con todas las rendijas iluminadas, y mantenía las ventanas abiertas, de manera que no entrara mucha luz pero que corriese el aire que cruzaba la casa hasta el balcón de la parte delantera, que mantenía abierto hasta que la mañana iba avanzando y la temperatura del aire le indicaba que debía arriar la persiana del balcón unos palmos.

Al llegar las peores horas, entre las tres y las seis de la tarde, cerraba las hojas de las ventanas para mantener dentro de la casa el aire que había podido ir domesticando durante la mañana.

Matías es ingeniero y consiguió que un amigo le pasara algo de trabajo para hacer planos en casa. Fue un favor, no había nada más, la situación era mala de veras.

Colocaba su portátil en la mesita de noche y dos almohadones en un banquito que tenían en la habitación para sentarse a calzarse los zapatos y, colocado de cara al balcón, improvisaba así su misérrimo despacho de ingeniería para hacer los planos que le habían encargado.

Ese verano la temperatura subió hasta los cincuenta y cuatro grados al sol. A la sombra sólo alcanzó los cuarenta y siete.

Cuando dormían la siesta, él veía a su hija pequeña en el sofá con la frente perlada de sudor y rogaba interiormente para que no lo estuviera pasando tan mal como lo estaban pasando su mujer y él.

—Papá —dijo de pronto su hija levantando la vista del libro.

—Dime hija —respondió Matías saliendo de sus pensamientos.

—¿Sabes de qué me estoy acordando? —preguntó sonriente desde el otro lado del patio. En el silencio de la tarde de verano sólo se oían las chicharras fuera de la casa.

—¿De qué, hija? —preguntó Matías.

—De aquel verano que pasamos en Andalucía, ¿te acuerdas? —preguntó Mila sonriente con la vista clavada en su padre.

Matías se quedó de piedra.

—Sí, claro que me acuerdo, —respondió con voz neutra Matías— hizo muchísimo calor.

—Fue el mejor verano de mi vida, papá —dijo ella riendo.

—¿De verdad? —Matías no salía de su asombro— ¿Por qué?

—Pues porque fue muy divertido —respondió Mila—. Además tú estabas en casa todos los días y podía subir a verte mientras trabajabas en tu despacho de la habitación. Me acuerdo que mamá y tú montasteis una piscina hinchable en el patio y nos bañábamos los tres y jugábamos a ver quién aguantaba más la respiración y a buscar juguetes escondidos, je, je, je.

¡Lo había olvidado!, —pensó Matías— es verdad que montamos aquella piscina de colores que unos amigos nos dieron porque ya no la utilizaban.

—Y por las tardes salía a jugar a la calle que teníamos en frente de la casa, ¿te acuerdas? —preguntó Mila, riendo—. Había muchos niños de mi edad y las tardes eran larguísimas, no anochecía hasta las diez y media, ¿te acuerdas? —Y seguía sonriendo.

—Claro que me acuerdo hija, perfectamente —respondió Matías, sin revelarle que por motivos completamente diferentes.

—Yo creo que me hubiera quedado a vivir allí, ¿y te acuerdas de cuando salíamos de paseo a explorar el pueblo?…

Mila recordaba todo esto mirando un poco arriba a la izquierda, sin dejar de sonreír, mientras su padre, que la observaba en silencio, se tragaba el nudo en la garganta.